Hermann Bellinghausen
El príncipe hidráulico
El bronce de Pietro Paleocapa descendió de su pedestal con movimientos lentos, herrumbosos, de armadura de Lancelot do Lac, de poca costumbre. En vez de reaccionar como si fuera los más normal, debí preguntarme cada cuándo una estatua baja, camina y se ofrece de guía para visitar la isla de Venecia. En su gesto venía el fastidio de quien han convertido en inmóvil. Del moderni idraulici principe se leían en su zócalo marmóreo letras también de bronce. Ingeniero de profesión, fue uno de los mejores labradores de la ciudad, que ha tenido muchos labradores y arquitectos de canales, bocacalles, puentes, palacetes, trampas y caminos.
Las bancas del parque, hechas de piedra y muy antiguas según la placa, se dejaban abrumar por las palomas en aquella hora tan intermedia. Atrás quedaron la terminal de trenes y el puente donde el Adriático toca tierra y el mundo moderno, a la sombra de muros ahistóricos de ladrillo rojo, oficinas y bodegas lo más probable. Y el último estacionamiento de la tierra europea.
Paleocapa no imponía el paso, pero conocía el rumbo. En vez de ir al muelle del vaporetto cruzamos el primer puente y un callejón con un gato al fondo. A nuestros pies se meneaba el agua. Alguien se estaba mudando. Los cargadores sacaban baúles de cuero, rechinantes de viejos, y cajas de cartón envueltas en plástico y sometidas con una cinta adhesiva gorda y blanca, de una casona en cuyo umbral dos leones chinos llevaban siglos mordiendo el aire con sus dientes carcomidos por la brisa, las lluvias, los sirocos malsanos, toda esa humedad que nace en los canales interiores donde las lanchas particulares se aburren, amarradas al vaivén de un agua sin sosiego. Los cargadores apilaban el menaje sobre un bote de mudanza que echaba humo negro por atrás, y los impacientes ruidos de un motor fuera de borda en ralentí.
Como cualquier ciudad entrada en años (y vaya con ésta) Venecia tiene siempre fachadas en muletas. Luego aquí, que esto se hunde; y si no ha ocurrido el desenlace es sólo gracias a gente como el príncipe hidráulico que caminaba a mi diestra. Demasiado lacónico para guía, pero bueno, nadie esperaría de una estatua que ganara certámenes de oratoria. No hay que engañarse, Paleocapa era una fantasma, de los miles que aquí deambulan de lo más normal. Los visitantes topan muy seguido, por ejemplo, con John Ruskin, el esteta de mayor influencia el siglo antepasado, "sacerdotes del arte", según los vehementes venecianos, que lo tuvieron como huésped hacia 1877.
No será Venecia la primera ni la última ciudad amenazada. Con la facilidad y frecuencia con que los hombres destruyen hoy ciudades enteras, qué son la inundación de Venecia, el terremoto de San Francisco, el volcán del Anáhuac, las arenas de Samarcanda, en fin, la posibilidad de que algunas ciudades puedan morir de su propia muerte (como decía Bernal Díaz del Castillo de los conquistadores que murieron de viejos y no de fiero cabronazo). Quién hubiera dicho en cambio de Dubrovnik, Sarajevo, Pnom Penh, Ƒno? En realidad nunca se sabe cuando va a tocar.
Quizás evitando el puente Rialto y la marejada de turistas rumiantes, Paleocapa me condujo por los traspatios, por donde se divisa la parte industrial de Mestre, en dirección opuesta a las islas de vidrio de colores y bañistas doradas. Así fue que rodeamos tres muros de los cuatro que tiene la cárcel, triste y adusta como todas, y en la esquina de la calle Perisieri tuvimos que esquivar un excusado tirado allí, con una botella de vino vacía dentro de la taza.
-ƑA dónde vamos? -pregunté por primera vez y sin ocultar mi irritación al príncipe hidráulico.
-A ninguna parte -respondió penosamente Pietro Paleocapa, como decepcionado de mi impaciencia.
Una mujer tendía camisas en un patio salvajemente florecido. Tute le femene le va dó al lavador: no l'e'n mistier 'sto qua ma l'e'n destin, cofá l'amor ("Todas las mujeres se inclinan sobre el lavadero -escribe en dialecto el poeta trevisano Andrea Zanzotto-: esto no es un trabajo, es un destino, como el amor"). Al llegar a la calle del Viento, el agua aumentó. Allí estaba el puerto. Por algo jefaturó Venecia algunos mares importantes algunos años de la historia. Marchantes todos, marinos que crecieron cruzando puentes, bogando canales y océanos, los venecianos inventaron el cosmopolitismo. Aquí uno siempre es el bárbaro venga de donde venga. Uno es el incivilizado. Yo creo que ni viniendo de París o Brujas se le llega al refinamiento de quienes, desde su escueta república, apenas llegaron a reyezuelos del Adriático, ni que fuera para tanto, pero ya ven, con eso tuvo Marco Polo para alcanzar Mongolia, China y El Millón.
Ponte Longo, Sotopotegio, Fioravante. También abundan las marcas moras. ƑNo hasta Shakespeare sucumbió a la mera posibilidad de su personaje? Debido a su melancolía, o extrema belleza tal vez, muchas fantasías de muerte han pasado por aquí, cumpliéndose algunas. No falta quien apetezca su cortejo fúnebre en los canales y que sus huesos todavía tibios hagan en góndola el último recorrido. Dirck Bogard y Donald Sutherland con Julie Christie han representado en pantalla esta clase de sueños de decadencia, y nadie se queja.
Traspasados el Hotel alla Salute y la calle Lanza, desembocamos en los Giardine Reali, a un costado de San Marco, donde grandes letreros anunciaban los WC públicos. La calle Corte Nova nos trajo de vuelta al mundo de los vivos, y ante el edificio de La Comedia, Paleocapa se detuvo, corto de aliento, llevándose la broncinea mano al pecho duro, y dijo, señalando la calle del Teatro en dirección a la serpenteante fachada de un almacén de pergaminos y papel.
-Aquí me quedo. La ciudad es suya, si sigue usted por aquí, encontrará lo que busca.
-Oiga, no busco nada- protesté. Valiente guía, pensaba para mis adentros, más que irritado, liberado. Pero al príncipe hidráulico nada parecía importarle. Ni siquiera se despidió al subir los peldaños de La Comedia.