VENTANAS Ť Eduardo Galeano
Las garzas
-El lago Titicaca. ƑConoce usted?
-Conozco.
-Antes, el lago Titicaca estaba aquí.
-ƑDónde?
-Aquí, pues.
Y paseó el brazo por el inmenso secarral.
Estábamos en el desierto del Tamarugal, un paisaje de cascajos calcinados que se extendía de horizonte a horizonte, atravesado muy de vez en cuando por alguna lagartija; pero yo no era quién para contradecir a un lugareño.
Me picó la curiosidad científica. El hombre tuvo la amabilidad de explicarme cómo había sido que el lago se había mudado tan lejos:
-Cuándo fue, no sé, yo no era nacido. Se lo llevaron las garzas.
En un largo y crudo invierno, el lago se había congelado. Se había hecho hielo de pronto, sin aviso, y las garzas habían quedado atrapadas por las patas. Al cabo de muchos días y muchas noches de batir alas con todas sus fuerzas, las garzas prisioneras habían conseguido, por fin, alzar vuelo, pero con lago y todo. Se llevaron el lago helado y con él anduvieron por los cielos. Cuando el lago se derritió, cayó. Y quedó donde ahora está.
Yo miraba las nubes. Supongo que no tenía cara de convencido, porque el hombre preguntó, con cierto fastidio:
-Y si hay platos voladores, dígame usted, Ƒpor qué no iba a haber lagos voladores? ƑEh?
Me dio la espalda y se fue.