La Jornada domingo 12 de marzo de 2000

Rolando Cordera Campos
Crimen y democracia

Como un cráter siniestro, la criminalidad se interpone en el camino de la democracia mexicana. Sin rodeos a la vista, la sociedad y sus políticos tendrán que encarar pronto la difícil tarea de darle a la cuestión judicial un curso expedito, que además sea congruente con las restricciones democráticas.

El historiador del futuro, implacable y frío como debe ser, hablará de este momento como una ironía cruel y dura de la saga de la democracia mexicana. Precisamente, cuando hacia afuera del país y del sistema político que emerge todo lleva al festejo y al autoelogio, por lo mucho logrado y la seguridad abierta por el proceso político, desde los subsuelos vuelve a rugir no sólo el México bronco de otros tiempos, sino el México clandestino que no fue reconocido a tiempo por los constructores de la nueva legalidad política y ahora, al cuarto para las doce, vuelve por sus fueros, que nunca se habían mostrado tan nocivos.

No hay en esto, sin embargo, cuarto de hora que baste. El tiempo que se perdió no podrá recuperarse con tecnología importada, policías eficaces o doctores de la ley siempre listos para el discurso sonoro y las más de las veces vacuo.

Los asesinatos en serie de estos días nefastos, coronados con el suicidio terrible que sin embargo se dio tiempo para disparar también al corazón del sistema nacional de justicia, convoca a los celebrantes de la democracia a un coloquio del que nadie debería excusarse. Dejarlo para después, para cuando el triunfo en las urnas lo permita, puede resultar letal no sólo para el victorioso sino para todos los jugadores, y más que nada para los mandantes que acudan confiados a los comicios de julio.

De ocurrir una nueva erupción de este volcán que está en actividad, y que conjura sin remedio los más variados escenarios y actores, y no sólo al narcotráfico y sus derivados, el edificio frágil de la codificación política democrática puede verse dañado de modo irreparable. La legitimidad tendrá que obtenerse en otro lado, y todo el país verse de nuevo ante la emergencia de la que surgen los disparates de la solución instantánea y el verbo autoritario que se ofrece como sucedáneo de la falta de una autoridad bien construida por las leyes y unos legisladores aceptados y creíbles por la ciudadanía.

Todo lo ocurrido en las últimas semanas, de los policías desnudos y las tomas violentas de edificios universitarios en varias ciudades del país, a la reaparición activista del crimen organizado, no sólo en Tijuana y el resto del norte de México, sino en los propios corredores de la procuración de la justicia, forma ya una cadena que las prisas de la competencia por el voto no pueden ignorar sus consecuencias corrosivas para la democracia misma. Darle un sentido de urgencia nacional que no admita prórrogas, sino se vuelva parte esencial del discurso político actual, debería ser el empeño central precisamente de los que hoy se disputan el poder.

Podrían despertarse días después del mítico 2 de julio, no con un dinosaurio junto sino en medio de un nido de serpientes.