VIERNES 10 DE MARZO DE 2000

Murió María Almendaro

* Horacio Labastida *

EN 1911, EL PAIS estaba terriblemente perturbado porque los Tratados de Ciudad Juárez eran amplia aceptación de las razones revolucionarias de Madero y los antirreleccionistas, expuestas en el Plan de San Luis Potosí. Ya se había levantado el pueblo con Zapata contra Porfirio Díaz, y era claro que ni la presidencia de León de la Barra ni el acto electoral que favoreció a Madero, serían suficientes para calmar las demandas exaltadas desde las huelgas de Cananea y Río Blanco. Junto con el desmoronamiento del orden parafeudal de la tierra, base de la administración del hombre fuerte, y de la recuperación de los recursos nacionales en manos extranjeras, las convulsiones de aquellos tiempos anunciaban un cambio radical en la cultura tradicional y en las estratificaciones sociales que irremediablemente afectarían y agitarían sin piedad a los individuos y su conciencia personal. En verdad era un estallido cultural con perfiles trágicos para una generación que perdió la totalidad de sus valores sin hallar apuntalamientos que los suplieran en las instituciones que generó el movimiento renovador.

Castilla y los 300 años del Virreinato criaron aristocracias enraizadas tanto en los clásicos blasones del reinado de los católicos Isabel y Fernando como en la sangre azul que derramaron en el Nuevo Continente Carlos V, Felipe II y los borbones que siguieron a los austrias en el amanecer del siglo XVIII. Pero la aristocracia colonial no fue la única.

Luego del fracaso de Carlos III y sus intendencias, de la eclosión insurgente de 1810, de las traiciones santanistas y del debilitamiento de la Reforma, la paz porfiriana originó una segunda aristocracia al mezclar la riqueza de los rozagantes ricos de la época con las viejas familias encumbradas por España, en matrimonios suntuosos y bien vistos por la élite dictatorial.

De esta manera la nobleza arcaica pudo prolongar sus evaluaciones de la vida hasta el instante en que fue dinamitada por las victoriosas fuerzas revolucionarias. Un monstruoso personaje de aquellos tiempos relata en sus memorias cómo entre majaderías y violencia humillaron aquellos valores del ayer al violar públicamente a madre e hijas de una prominente familia potosina.

Esas generaciones aristocráticas y sus descendientes no encontraron en la realidad posterior a la Constitución de 1917, caminos de redención. Los ideales revolucionarios se vieron suplantados por generalizadas prácticas corruptas que chocaban con las instancias morales de una posible salvación de los caídos del pasado y de los pueblos subyugados por los gobernantes.

Cierto que la cultura del antiguo régimen era un laberinto sin salida, y cierto también que el caos del nuevo régimen carecía igualmente de salidas; y este fue el torbellino que arrebató sin misericordia a los jóvenes herederos de las aristocracias agonizantes.

Cargada de las heráldicas de Almendaro, Pérez de Salazar, De Fernández, Fenochio y otras muy significativas de una gloria postrada y perdida, María Almendaro enfrentó un mundo donde los emblemas eran leyendas ajenas a las simpatías e intereses de Don Dinero, el poderoso caballero burlado irónicamente por el clásico Francisco de Quevedo, y colocada en este vacío sin aliento vital, decidió enfrentar el futuro con las poquísimas energías que estaban en sus manos.

Lenta y no sin terribles tropiezos logró vencer las tinieblas que ocultaban la luz del sol, elevando ante los gigantescos enemigos que la rodeaban, el arma suprema del amor acunado en el cristianismo pristino de la educación que recibió durante su infancia; y adueñada de tan nobles arneses espirituales comprendió que disponía de mejores hilos que los que Ariadna solía ofrecer a los necesitados para salir de la oscuridad. Llena de amor fue adelante en el supremo propósito de cultivar huertos de felicidad y bienestar en el hogar de las familias de buena voluntad.

María Almendaro lo entendió con plenitud: sólo el amor es capaz de salvar a los incomprendidos del pasado y del presente; su lucha fue cotidiana hasta el día en que se encontró con el corazón desfalleciente. A través de un ensimismamiento sin fin, María Almendaro, la joven aristócrata de un ayer irrecobrable, dejó a la vez el dolor de su partida y la alegría de una grandeza que siempre la acompañó en vida. En las atormentadas crisis de México el dolor y la alegría confluyen una y otra vez para abrir las puertas de un porvenir generoso y justo; y esto mismo se reflejó con creces en la bella y dulce mexicana María Almendaro. *