Arnoldo Kraus
Y usted, Ƒqué opina?
nte la muerte existe desigualdad. No sólo en el proceso y en el encuentro con ella, sino en los ve- ricuetos encerrados en una posible decisión. Las diferencias se hacen visibles en diversas situaciones. Con los animales domésticos, perros o gatos que se quisieron como miembros de la familia, se les sacrifica cuando viejos y la vida duele. Es un acto de amor: Ƒpor qué continuar una vida de sufrimiento y minusvalía? En esa circunstancia entra en juego la "conciencia amorosa". Se habla para uno mismo y se cavila. Pesa más el dolor que el placer: la desesperanza es todo, las posibilidades nulas. Similar actitud tomaban los viejos esquimales, tradicionalmente apoyados por sus familiares, cuando optaban por el fin sumergiéndose en las inhóspitas -Ƒo quizá protectoras?- nieves.
En las calles de la mayoría de las grandes urbes es bastante fácil acercarse a la muerte; se requiere tan sólo el dinero suficiente para comprar cocaína, heroína u otras drogas similares. Estas conductas están avaladas por la mayoría de los Estados, y aunque causan mucho ruido, poco incomodan. Lo mismo sucede con la "eutanasia social": los "niños de la calle" y aquel que abandona a su suerte la madre cargada de hijos son terreno de nadie y silencio de todos.
Diferente es el destino de asociaciones que vindican el derecho a la muerte. En Inglaterra, por ejemplo, las sugerencias farmacológicas de la organización EXIT, llamada posteriormente Voluntary Euthanasia Society in London, que propugnaba por un fin racional para el paciente terminal, fueron boicoteadas. A diferencia de las drogas, los medicamentos anotados en el folleto de EXIT pasaron a ser a "fuertemente" controlados. No hay duda que la hipocresía humana es inconmensurable: unas muertes se favorecen, otras se condenan. La cárcel de Jack Kevorkian es un mausoleo a la incongruencia.
Dos casos, entre una mirada, ilustran las dicotomías previas y sirven para alimentar las dudas y las confusiones.
En agosto de 1988, Samuel Linares, un bebé de siete meses y el tercero de tres hijos de una pareja de clase media baja estadunidense, tragó un balón que ocluyó las vías respiratorias. Al llegar al hospital, el cerebro había sufrido daño por falta de oxígeno. Fue conectado a un respirador artificial, y después de ocho meses, al ver que la situación no cambiaría, los padres solicitaron que se suspendiese el apoyo. Las autoridades del hospital rehusaron. El padre lo desconectó días después, pero el personal médico lo reinstaló con rapidez.
Meses después, el padre entró al hospital con un arma y pidió al personal que no interviniese. Tomó a su bebé, lo abrazó, y treinta minutos después pidió un estetoscopio para verificar que su hijo había fallecido. Entonces, Rudy Linares rompió en llanto y se entregó a la policía que aguardaba afuera.
ƑLa lección? El bebé estaba muerto, lo único que quedaban eran órganos.
En 1990, en Lausana, una mujer de 93 años se prendió fuego en la calle. Dada la ausencia de documentos que hubiesen explicado algún tipo de protesta o una inmolación ritual se acudió a los vecinos, quienes la describieron como una persona distante y abandonada. Ante la imposibilidad para conseguir barbitúricos u otro tipo de drogas optó por bañarse en gasolina y suicidarse.
Los viejos son quienes más se suicidan. Pesa tanto el abandono que la muerte abraza.
En muchos casos, si no hay cómo acompañar, debe haber mejores vehículos -más humanos- que el fuego. ƑExiste algún corolario?
Suele condenarse a quien se suicida. Pero, Ƒqué es la condena?, Ƒa quién se enjuicia?, Ƒquién lo hace?