José Agustín Ortiz Pinchetti
Derrota del PRI: imaginar lo inimaginable
Gabriel Zaid se atrevió en 1985 a decir: "sería muy extraño que el PRI fuera eterno". La reacción fue hostil. Nadie quería pensar en ello. "Vamos hacia el fin del PRI con los ojos cerrados como temiendo -escribió Zaid- que después del PRI el diluvio". En 1988 la derrota del PRI se volvió pensable. El sistema se salvó con un fraude hipermoderno y luego se repuso con la complicidad de algunos opositores y con el aplauso de la oligarquía. En seguida los presidentes inventaron una interminable "transición" para darle al PRI otro tramo de eternidad. "Liberalizaron", "concedieron" espacios, integraron a la oposición; el PRI siguió en el poder y el país en la decadencia.
A principios del 2000 parecía inevitable otro triunfo sexenal del PRI. Muchos se consolaban pensando que la cultura política se imponía. Incluso algunos temían o esperaban la restauración de la hegemonía priísta en el Congreso. Hubo quien pensó que tendríamos PRI para otros 50 años. Cuando le preguntaron al secretario de Gobernación si preveía el triunfo de la oposición contestó por ellos que "ese escenario ni siquiera había sido considerado". La declaración hubiera sonado escandalosa en un país verdaderamente democrático. Aquí sonó sincera y natural.
Pero hoy el halagüeño panorama conservador empieza a ensombrecerse. La evidente caía de la candidatura de Francisco Labastida obliga a volver los ojos hacia la eternidad del PRI ƑQué sucedería si pierde las elecciones?
Si fuera cierto que México vive ya en la normalidad democrática, la alternancia no asustaría a nadie. En España, Inglaterra, Argentina y Brasil el recambio se limita a un partido, a una pequeña elite de administradores públicos y a nuevas políticas públicas, generalmente no muchas ni muy distintas a las que venían operando.
Pero en México los obstáculos para un cambio de esta magnitud son monumentales. El primero tiene que ver con la primera pieza del sistema: la presidencia que aún funciona como una monarquía absoluta. La estructura legal le garantiza excesivas facultades. Pero goza de poderes metaconstitucionales y anticonstitucionales impensables en un presidente republicano. Es cierto que la presidencia y todo el sistema están en declinación. Pero el Poder Ejecutivo sigue controlando toda la estructura del Estado. Los gobernadores, alcaldes, diputados y senadores de la oposición están sujetos a la "sinergia" que impone la presidencia. Es cierto que las reformas a la Suprema Corte de Justicia y la existencia de una Cámara plural han establecidos frenos importantes, pero aún no son suficientes, ni de broma, para desvirtuar el carácter abrumadoramente hegemónico del presidente mexicano.
Si se produjera el triunfo de la oposición, el nuevo presidente heredaría no una estructura de poder acotada sino un sistema imperial. Mientras que ese núcleo se mantuvo bajo el poder y la influencia de un grupo pequeño ha podido operar (con rendimientos decrecientes), pero en una sociedad política abierta disfuncionaría de inmediato. La crisis se presentaría casi el mismo día en que el candidato opositor se convirtiera en presidente electo.
Pero hay otro obstáculos mucho mayor. El presidente es el pico central de una cordillera de poder. Es un soberano temporal que funciona como parte de un binomio. Se complementa con otra estructura, ésta intemporal a la que llamamos impropiamente el PRI. En realidad es un conjunto de poderes informales. No sólo son fuerzas políticas sino grandes grupos económicos y elites universitarias, profesionales, comunicadores, gran parte de la intelectualidad, y todos los que medran o son beneficiados con el aparato, etc. Este conjunto que se sirve del PRI (propiamente dicho) como un instrumento electoral, se parece mucho a la nomenklatura soviética.
Si el PRI perdiera las elecciones todo este conjunto de intereses fuertemente articulado se sentiría amenazado por el cambio. Ninguno de los posibles presidentes de oposición les garantizaría el seguir gozando de los privilegios y las impunidades que han tenido hasta ahora. Desde el momento en que un opositor se declarara presidente electo (y quizás antes, cuando los sondeos de opinión mostraran la segura derrota del candidato del PRI) sus resistencias desde los más distintos ángulos se harían sentir con distintos grados de dureza hasta extremos salvajes. Me refiero a aquella parte de la nomenklatura vinculada intensamente con actividades delictivas, particularmente con el narcotráfico y el lavado de dinero.
En la breve temporada en que se vio como inevitable el triunfo del PRI me permití criticar ese triunfalismo. Creo que estamos muy lejos de la "inevitabilidad" de un triunfo opositor. Pero al menos con un ejercicio de cordura tenemos que abrir los ojos e imaginarnos a México sin el PRI. Inevitablemente como la muerte se acerca el día de su desenlace. "Sería muy raro que fuera eterno".
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