La Jornada domingo 5 de marzo de 2000

Rolando Cordera Campos
El pacto obligado

Del vituperio sin medida pasan ahora los aspirantes a hacerla de Casandra. Focos rojos y amarillos definen el semáforo del país real, para el que queremos construir e implantar la democracia. A la espera, un México renuente a entrar sin más por los cauces de una legalidad en buena medida imaginaria e imaginada.

Cómo convertir estas luces ominosas en conciencia cívica y política de la ciudadanía en su conjunto es el gran reto para quienes pretenden gobernar el Estado y mejorar la sociedad desde el poder. Hasta el momento, lo que sigue dominando en la práctica y el verbo de los partidos es el uso publicitario de la situación, cuando no el abiertamente electoral que de inmediato se traduce en nuevas acusaciones al rival en turno, cuando no en un nuevo embate contra la corroída legitimidad de un Estado que no pudo cambiar a tiempo.

Cuando se clama por el pacto para concluir la fase inicial de la reforma política del Estado en la que estamos, se responde desde la academia o los mismos partidos que éstos no quieren saber del asunto, que han decidido apostar sus restos a la elección de julio, a la que le atribuyen virtudes milagrosas o casi. Es en esta perspectiva que los cuartos de hora de Fox o la limpia total de Cárdenas adquieren algún sentido, por lo menos publicitario, y que la continuidad amable de Labastida se ve minada por las inclemencias del tiempo y los talantes que imperan en la opinión pública.

Frente a esto, quienes compartimos la idea un tanto pesimista de que sólo con votos no alcanza para realizar una sucesión presidencial exitosa, que pueda desembocar en la formación de un nuevo gobierno que recoja algo más que el rutinario cambio de sillas y nombres, podríamos explorar otra hipótesis de trabajo. Esta hipótesis se centraría en la obligación y no sólo en la conveniencia de pactar.

Si inscribimos esta idea en la nada lejana posibilidad de desórdenes dentro de un sistema político que no acaba por cuajar, y que no parece capaz de disolver con oportunidad y eficacia las tormentas que surgen de las "periferias", hoy más pobladas que el "centro" donde se realiza la democracia, tendremos el cuadro de urgencia y emergencia que le da racionalidad al reclamo aludido. Los que pedimos el pacto lo hacemos porque nos conviene a todos, escépticos y entusiastas del acuerdo político.

Es cierto que los partidos han decidido jugar todo a los votos, pero no lo es menos que para muchos ciudadanos esa es una apuesta altamente riesgosa y poco productiva. Si este es el caso, lo que debe ponerse sobre la mesa es la conveniencia para todos, y si no para los más, de que los partidos y los candidatos se sienten y hagan un primer pacto destinado a producir el bien más preciado de la política democrática: certidumbre en el sistema político y en el gobierno que de él emana, sin conceder una micra en cuanto a la incertidumbre que debe acompañar de principio a fin a la competencia por el poder.

Los candidatos y sus partidos nos deben una manifestación expresa y contundente de compromiso con las instituciones que ellos mismos crearon: el IFE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No debería entenderse lo anterior como un saludo a la bandera sino como la adopción de un deber político supremo con lo que todos dicen querer pero a diario se dedican a minar: una democracia eficaz que incluya, que asegure al perdedor que la derrota nunca es definitiva y advierta al ganador que su triunfo es siempre pasajero.

Lo demás, los pactos de segunda y tercera generación, destinados a la formación de un nuevo gobierno y la rehabilitación pronta de un tejido social en extremo dañado, podrían pensarse sucesiva y hasta simultáneamente, una vez que el país pueda respirar tranquilo y aprestarse a seguir y evaluar las propuestas, hasta hoy raquíticas, de los contendientes. La necesidad de los más, en buena democracia, debería imponerse a la avidez infantil de los menos. Por una vez siquiera.