La Jornada domingo 5 de marzo de 2000

Guillermo Almeyra
Los intelectuales en el huracán

En toda época de transición entre una fase que se ha desplomado y otra que se ha impuesto pero cuyas formas y consecuencias no están claras debido a la polvareda no asentada del derrumbe siempre ha zozobrado la razón y los intelectuales, demasiado integrados en el viejo establishment y demasiado funcionales para el mismo, se suicidan física o culturalmente, se llaman a silencio o se refugian en el oportunismo para tratar de mimetizarse. Desde el suicidio de Séneca y el misticismo y el irracionalismo en la decadencia romana hasta, entre las dos guerras mundiales, La Traición de los intelectuales descrita por Julien Benda, siempre ha sido así: el fin de una época fue también el fin de los maitres à penser de la misma.

Nuestro tiempo no es una excepción a esa regla. En efecto, todos los intelectuales europeos integrados en esa mezcla de capitalismo liberal y de vagas ideas de cambio social o socialista que caracterizó a la socialdemocracia o al New Deal durante la fase del Estado del bienestar o todos los seguidores de esa particular versión de la socialdemocracia que presen- taban los grandes partidos comunistas de Occidente se han quedado sin base y reniegan de su pasado; ellos no sólo eran estatistas sino que también esperaban conquistar el poder del Estado manteniendo el mercado y logrando posiciones de casta y de clase privilegiadas y, además, vivían de las prebendas de ese Estado (literarias, políticas, económicas) del cual constituían el ala izquierda y su crítica e independencia formal unida a su dependencia de fondo le era necesaria a ese Estado para establecer un puente con las masas, para integrarlas estatalmente, para dominarlas. En América, los radicals estadunidenses, los dependentistas o seguidores del populismo latinoamericanos cumplían el mismo papel y en los partidos del capital existían alas, dependientes de la política y del mercado interno, que necesitaban interlocutores, asesores, contactos y daban la base así para que medrasen esos intelectuales del establishment e incluso del régimen, dispuestos a escribir y a establecer nexos con las revistas pagadas por el poder estatal o con las de la derecha del poder y de la cultura, con las cuales fingían no tener diferencias importantes. La mundialización y la formación de la opinión pública, no por los intelectuales domestica- dos ni por la academia sino por la televisión, les quitó a la vez el oxígeno y el piso, la función y el prestigio. Y la hegemonía cultural de la derecha se afirmó cuando ellos, confundiendo el establishment y las instituciones con el poder, se obstinaron en aferrarse a ambos mientras el primero iba rápidamente hacia una posición cavernícola y las segundas se vaciaban de importancia. Mientras las revistas en que colaboraban entremezclados con la derecha iban hacia la ultraderecha, ellos, para confirmar su pertenencia al sistema, aceptaban las posicio- nes, firmaban junto con la reacción o consideraban que había llegado el momento de callar porque, explicaban, las cosas no estaban suficientemente claras, ayudando así a quienes dan claramente la opinión reaccionaria y a confundir y dejar sin explicación a las mayorías.

Fue escasísimo el número de intelectuales que se conmovió por la Guerra del Golfo o el salvaje bombardeo a Yugoslavia y fueron muchos los que apoyaron la "injerencia humanitaria" imperial. Es grande la jauría que ataca a Cuba pretextando la (real) falta de democracia, pero que olvida el bloqueo y el derecho de los cubanos a la autodeterminación. Es notable la cantidad de gente que ve el atraso cultural en la resistencia de los estudiantes (en todos los países), pero no se pregunta qué causó ese atraso ni cuáles son las causas de esa justa resistencia (también Borges y aun Cortázar consideraban monstruos a los trabajadores peronistas y se burlaban de su incultura, pero no se preguntaban qué había detrás del levantamiento plebeyo de esos cabecitas negras ni cómo diferenciar al movimiento de su dirección transitoria).

La deserción de los intelectuales que se niegan a tratar de entender las transformaciones sociales, económicas, culturales, institucionales y abandonan sin lucha viejas trincheras va unida con el intento de otros de ofrecer un perfil bajo y de aparecer sumisos para reconquistar, como sector o casta particular, un puesto en las clases gobernantes que éstas no les reconocen y que los pueblos les niegan. La hegemonía de la televisión aparece más fuerte ante estas renuncias. Y, para los movimientos sociales, se plantea entonces la necesidad de nuevos intelectuales orgánicos, o sea, gente con real independencia del Estado, en todas sus ma- nifestaciones (incluyendo los partidos y los aparatos culturales del sistema).

[email protected]