La Jornada miércoles 1 de marzo de 2000

Luis Linares Zapata
Llamada de atención

LA SEÑAL DE ALARMA LA encendió el embajador Jeffrey Davidow, de Estados Unidos. Pero la realidad ha estado aquí, enseñoreándose de México, y ha ido creciendo con los días y la incapacidad evidente para combatir con eficacia al crimen. La palabra Sicilia cayó inopinadamente sobre las conciencias aletargadas de los mexicanos y de su gobierno.

Y las reacciones no se hicieron esperar. Analistas, académicos de trapío, ministros del culto, políticos de varias tendencias y categorías le disputaron tanto la pertinencia de su aseveración como la calidad moral de un diplomático estadunidense para señalar faltas en otros siendo ellos la causa principal del problema.

Pero la palabra fue dicha y, con ella, se agolpó de sopetón todo ese contenido de sanguinario poder amasado en la vieja isla italiana hasta llegar a ser uno de los estigmas de la humanidad: el Estado criminal siciliano.

Apenas transcurridas unas cuantas horas, en Tijuana, Baja California, acribillan con toda la alevosía de sicarios experimentados al jefe de su policía. Una más de las varias decenas de ejecuciones, en lo que va del año, en esa ciudad fronteriza tomada por inmunes pistoleros a sueldo de los cárteles y las bandas.

La noticia cayó como piedra acusadora sacudiendo a muchos en muchos lugares del planeta.

El propio presidente Ernesto Zedillo ha de haber sentido, en carne propia, las repercusiones del hecho y de los mensajes implícitos a sólo unas cuantas horas de su sentencia al crimen organizado. Y las ninguneadas comparaciones del embajador Jeffrey Davidow cobraron entonces una dimensión inusitada.

Pero antes de concluir hay que hacer varios recuentos. Primero, los propios, y que se pueden enumerar con facilidad.

Empezando por los estados de la República donde el narco ha sentado sus reales y donde las muertes se cuentan por miles cada año. Chiapas, Guerrero, Quintana Roo, Sinaloa, Jalisco, Tamaulipas, Nayarit, Durango, Chihuahua y Baja California forman parte de un mapa terrible de descontrol y miedo.

Los volúmenes de recursos que manejan, no sólo por los narcotraficantes sino también los demás truhanes, como los dedicados al tradicional contrabando, el robo de automóviles, carga de camiones y ahora al lucrativo tráfico de indocumentados, mexicanos y de otras numerosas nacionalidades, hacia el vecino del norte.

Las complicidades evidentes de los cuerpos destinados a combatirlos son ya lugares comunes de la picaresca colectiva.

Precisamente en la ciudad de Mexicali, hace unos cuantos días, tuvo lugar una gran balacera entre bandas de narcos.

Los heridos fueron puestos a salvo en hospitales de la localidad. Después del escándalo, los condujeron a otros nosocomios de Tijuana, donde estuvieran mejor atendidos.

Y adivine por quiénes: pues por agentes judiciales del estado en cuestión. Eso sí, fueron dados de baja de inmediato. No hay ninguna averiguación posterior y menos aún condenas.

Otros hechos, los externos, que a veces son aleccionadores. En Colombia actúan ųreconocidos por el subsecretario de Estadoų diariamente y sobre el mismo terreno de operaciones de guerra, entre doscientos y trescientos asesores militares estadunidenses. Y ello sin contar los que prestan ayuda en inteligencia, reconocimiento aéreo o satelital, y los que laboran encubiertos como contratistas en variadas tareas adicionales.

Toda una cofradía que muestra, a las claras, la intervención externa ahí donde el Estado nacional, en este caso el colombiano, no puede garantizar el control de su territorio.

La retórica con que se justifica tal nivel de involucramiento de Estados Unidos es la lucha contra el tráfico y la producción de drogas.

Pero la amenaza subversiva está con ella indisolublemente ligada. Máxime cuando Colombia ha dado señales evidentes de incapacidad para combatir a sus guerrillas.

Llegado el momento, los marines se harán cargo de la tarea pendiente.

La aseveración de Jeffrey Davidow, elevando la categoría de México a capital del narcotráfico (aunque sea acompañando a otras), no parece entonces exagerada.

Y la ineficacia de los programas e instrumentos actuales para el combate al crimen, sobre todo al de gran escala, se trasluce y cosifica en las muertes violentas de procuradores, transeúntes, abogados o jefes de policías.

Y la conciencia de la extensa penetración del crimen en los órganos de gobierno se petrifica en cifras y anécdotas. El siguiente paso bien puede ser la clasificación de Estado criminal y, entonces, para componerlo, será necesario e inevitable la ''ayuda'' externa.