La Jornada lunes 28 de febrero de 19100

Raquel Sosa Elízaga
Paisaje después de la batalla

El recuento de los daños causados al país por el conflicto en la UNAM puede iniciarse desde la determinación de las autoridades universitarias de enfrentar las demandas estudiantiles con el silencio y la huida del campus universitario. Entre la consigna de Barnés: "La universidad está donde estén los universitarios", y los llamados de De la Fuente a la reconciliación después de haber utilizado el plebiscito para legitimar el enfrentamiento entre universitarios y el ingreso de la policía a Ciudad Universitaria, hay una escalofriante continuidad. A lo largo de casi diez meses, ambos utilizaron a su antojo el presupuesto universitario y promovieron innumerables maniobras con el fin de desacreditar primero, y aplastar después, al movimiento estudiantil.

El Consejo General de Huelga hubo de enfrentarse a demandas huérfanas de interlocutor, el montaje de una "universidad en el exilio", la campaña de linchamiento en los medios y su propia sobrevivencia en instalaciones sitiadas. Construyó su defensa en las calles, enfrentó a sus enemigos inmediatos y visibles, pero perdió buena parte de su horizontalidad y desgastó su capacidad estratégica en enfrentamientos estériles. Su propio cerco le impidió, pasados los primeros meses de huelga, mantener la comunicación con estudiantes y profesores que inicialmente simpatizaron con sus demandas.

La mayoría de los intelectuales y académicos que, en distintos momentos hicimos oír nuestra voz durante estos meses, contribuimos poco a superar la polarización interna y a interpretar de manera adecuada el movimiento de fuerzas y poder que se tejían en torno al conflicto: entre la denuncia de la política neoliberal y los apoyos o rechazos a iniciativas coyunturales de las autoridades o del movimiento estudiantil no hubo prácticamente más que la defensa de espacios limitados, y la ansiedad por "volver a la normalidad".

Por su parte, cuando el PRI, el PAN, el gobierno federal, los medios y las autoridades universitarias concentraron sus ataques en el PRD y el gobierno de la capital, dirigentes y funcionarios respondieron a la defensiva, oscilando entre negar los cargos y su responsabilidad en la huelga, promover posturas "moderadas" o "razonables" ajenas o francamente contrarias a las decisiones adoptadas por el propio movimiento, y en momentos decisivos, ponerse del lado de la "restauración del orden público".

El golpe gubernamental desenmascaró a los ojos de todos la ofensiva de destrucción de la universidad y del movimiento estudiantil, largamente tramada. La aplicación de la ley del más fuerte puso en acto instrumentos y procedimientos que atentan contra un verdadero estado de derecho. Mostró los alcances del desprecio del Ejecutivo federal, de la Procuraduría General de la República y de la rectoría por el diálogo y la negociación. Y señaló la servidumbre y peligrosidad de fabricantes y ejecutores de sentencias cuyo único objetivo es erradicar toda disidencia.

Asistimos hoy al parcial desistimiento de cargos contra los estudiantes detenidos por parte de las autoridades universitarias y federales, junto con el anuncio de una vuelta a clases. Lo absurdo salta a la vista: casi 300 estudiantes presos, 400 órdenes de aprehensión por ejecutarse, tres semestres simultáneos anunciados en las entidades académicas, recuentos de daños por toneladas y millones, miles de litros de pintura para "restaurar la imagen" de la universidad, la "solidaridad" de banqueros rescatados por el IPAB y unos cuantos estudiantes convertidos en barrenderos. Nada podrá borrar los abusos de poder desde los que se construyó la ofensiva en contra de los estudiantes.

Rescatar la dignidad de la universidad significa, por ello, no sólo recuperar la libertad de todos los participantes en el movimiento sino, sobre todo, llevar a cabo las tareas de desentrañar el engaño, la mentira y la inmoralidad con que se tejieron las iniciativas de las autoridades universitarias asociadas al poder federal; curar la miopía de quienes desde el campo democrático no alcanzaron a percibir el flaco servicio que la ambigüedad o el distanciamiento de la lucha estudiantil hacía a su propia causa; superar la incapacidad de miles de estudiantes y profesores honestos de ver más allá de sus emociones y juicios coyunturales; y romper las telarañas que oscurecieron las relaciones entre profesores, estudiantes y trabajadores de la comunidad.