Hermann Bellinghausen
Signos de admiración
Pocas veces parecieron ser tantos, siendo que eran poco más o menos los mismos, en un número que, al no pasar del que cuentan los dedos del cuerpo, siempre fue humanamente manejable. Se conocían de nombre y de algo más, y eso les daba, en forma determinada y compacta, un aspecto grupal, de clan en el camino, que ellos no confirmaban ni desmentían. Que no les vinieran con que ser jóvenes es la gran cosa. "Es una cagada", dijo esa vez El Bástulo dando fuego a un Farito con el relumbrón del encendedor en los aros plateados que le colgaban de las tres paredes nasales, casi podían ser un instrumento musical a merced de la respiración y el viento.
Hacía frío en aquellas anónimas avenidas del carajo, el retumbo de los tráiler en la nuca, sus cláxones aullando, y el trepanador maullido de los frenos cuando se atoraba el tráfico.
Lo único que tenían en común es que iban juntos, que ya es bastante, y así se iban respetando. Tomás, Chepe y El Sales eran los hermanos pirinola, pero de ahí en fuera, ni parentescos ni antigüedad rifaban. La cosa era aceptarse, y papas. Eran años de dispersión en millares de familias, desempleo e insumisión. Que ganas de ser grande y saber qué pedo", decía Rangel en voz frágil y con nostalgia del futuro.
Las chavas eran guerrientas y presumían de cuidarse solas, pero no les venía mal la compañía de aquellos chavos diversos pero divertidos, no les venía de mal resguardo.
Sara tenía más tatuajes que ninguno de los hombres, y formaba con El Bástulo la única pareja propiamente, sin que eso les confiriera autoridad alguna ante los demás
No que el deseo no viviera en esa gente, pero el sexo no era tan lo mero principal, tal vez porque no sabían qué hacer con él. Los tiempos cambiaban. Habían nacido en un mundo obsesionado por el sexo, pero ellos, sin proponérselo, eran en general casi castros.
La errancia formó en ellos una verdadera camaradería. Sin ser promiscuos ųya ni esoų, se llegaban a veces uno que otra. Puede parecer extraño, pero las historias, cuando les ocurrían, eran en otra parte.
En esos días en particular los traía aún como locos Virginia, la castellanización que nunca usaron del Virginie que les sonó a un estruendoso Viryini y quedó en un tentador Viryin. Se les había unido en el desierto, hacía varias vueltas, y aunque era de Bélgica todos los presentaban como francesa, para evitar los malos chistes ("ah, Ƒes la belga?" o por el estilo), y a ella, no muy preocupada en los patriotismos, nunca le importó.
Era una muchacha taciturna, delgada, interiorizada. Para sentir su pensamiento había que mirarle los ojos, que mantenía escondidos en la rendija de los párpados, ocultos tras el rostro, atenta en el refugio de su cabellera.
A ella sí le gustaba la condición de joven, le bastaba con irla pasando, como va, armando sin cesar pequeñas figuras de origami que regaban por todos lados. Hermosas figuras salidas de sus largas manos. Era alta, más que muchos hombres, pero bueno, también aquellos eran una bola de chaparros. El Bástulo, sin ir más lejos, fornido y disuasivo, con espaldas de tractor, no llegaba al metro sesenta.
También le decían Viki los hombres, quesque porque su V era la de la victoria. Con las mujeres se llevaba bien, hasta con Sara, que se la pasaba con los hombres, casi como fuera otro de ellos. Y con Rangel, el más huraño, llevaba una solidaridad de gran ternura.
La Moni tenía un hijito, y como buena madre soltera lo traía con ella siempre. Buena para el rebozo, y buena movilidad en las correrías por el asfalto.
No se las daban de deportistas, pero se necesitaba condición para rolar con ese personal. Tampoco turistas, pero se la rolaban a discreción, superponiendo proyectos, destinos y eventualidades como malabaristas de crucero.
Estaban quedando en una bodega sabe dónde, y aunque se dispersaban poco, solían salir juntos, la onda era que todos llegaran a dormir. Claro, no faltaban los que salían de crápulas y luego no llegaban, y cuando al fin aparecían, parecían venir en convalecencia.
Una noche se relajaron casi al parejo, y como hacía frío se quedaron en la bodega y alrededores, cosa que nunca. Será que iba a ser año bisiesto.
De los huizachales de la vía El Bástulo se pasó la tarde trayendo ramas secas de mezquite y troncos partidos. El Puc (le decían así por yucateco) y los hermanos Pirinola se fueron por más carnes y unas frías. Pusieron música en la gabacha y se dedicaron a estar. A cada rato unos se paraban y bailaban en parejas o rondas o a solas, indistintamente, y como es común, chavas con chavas, porque los hombres prefieren pasársela tirando rollos o que si el fútbol, en eso las generaciones no cambian.
Armaron un gran fuego, resplandeciente y dorado, en el patio de muros chimuelos de la bodega. Viryin les dio la sorpresa de sacar un saltesio y ponerse a tocar estupendamente. Nunca antes le vieron esa gracia. A poco todo ese tiempo había cargado el instrumento entre sus cosas sin que nadie lo viera en ningún momento. Con todos a su alrededor, Viryin sonrió una plenitud sonrosada en sus blancas mejillas de tenerlos atónitos ante la sorpresa que les estaba dando.
El Bástulo, que bajo su corteza dura y oscura era un pan, y chido, lloró un poquito, sintiéndose niño con esa música más bien húngara. Rángel se puso a dibujarla a la luz del fuego, en esa postura ante el salterio, con todos detrás, callados, admirando lo que miraban.