VIERNES 25 DE FEBRERO DE 2000
* El Teatro de las Artes albergó el hechizo durante su lectura de Tombuctú
Por su poder para hilar magia, la última sesión de Auster en México fue memoriosa
* Es capaz de detectar la poesía en la vida cotidiana, como proponía Pasolini, dijo Ruy Sánchez
* Receptivos con Maureen Howard, los hinchas del narrador lo veían con encendida admiración
Renato Ravelo * La última sesión de Paul Auster en México es memoriosa. Aparece ante cerca de 957 personas, 815 dentro del Teatro de las Artes y el resto afuera, donde una pantalla lleva la imagen del escritor estadunidense y sus palabras que siguen las primeras 20 páginas de Tombuctú, la más amable de sus novelas. Fenómeno extraño el de los hinchas de Auster: Ƒqué escritor habrase visto, junta tanto admirador sin carácterísticas delatorias?
Porque dos extraños que se encuentren en la calle pueden reconocerse lectores de Kerouac y en la cantina hasta de Bukowsky, pero en vano la mirada recorre los rostros en busca de un arete, una mano puesta en la barbilla, una maldad en los ojos, que identifiquen a los lectores de Auster.
Un joven de piochita levanta por allá un cartel que reza un ''Bienvenido al país de las últimas cosas", pero nada tiene que ver con el padre de familia arrimado a una pared, el técnico en sistemas al que se atina a preguntarle profesión, o Julián el adolescente argentino a quien el azar hizo viajar con Auster a Oaxaca.
Con la prensa, distante
Alberto Ruy Sánchez, quien ha vivido el fenómeno de austerización durante una semana, acierta a explicar: de Mallarmé y Blachot a Cluster, el antropólogo (los tres traducidos por Auster), se traza una línea iluminadora. Es por esa mezcla de intereses e intensidades que hay en el escritor un temperamento de poeta y una gran voluntad de estilo, que lo hace ser sencillo en la entrega y efectivo poéticamente.
Auster, define Ruy Sánchez, es capaz de detectar la poesía en la vida cotidiana, como proponía Pasolini.
Los de Auster, ciertamente son lectores sensibles y respetuosos. Primer dato. Durante la lectura de Maureen Howard, del fragmento de su Magdalena, que es un canto contra el rezo y en favor de la leyenda, se muestran receptivos.
Cuando Auster levanta la mano para detenerse los lentes e inclina la cabeza sobre su ejemplar en inglés, de Tombuctú, y lee la frase: ''Mister Bones sabía que Willy no iba a durar mucho", el público toma aire. Por un momento la sala se encuentra a punto de padecer un déficit de oxígeno. Los hilos de la atención se amarran, todos, a la figura de Auster.
El público que sigue la lectura por traductor no sabe que el señor huesitos es un perro, que está basado en Jack el perro de Auster, que recogió junto con su hija Sophie, un día en Nueva York, porque llevaba un letrero que decía algo así como se solicito dueño. El nombre del nuevo habitante de los Auster, a su vez, se basa en el personaje de El viajero desafortunado, de Thomas Mash, novela clave en la historia, de acuerdo con Auster.
O quizás sí lo saben porque en torno del escritor parecieran tejerse trivias, apuestas, minicoloquios sobre sus 15 libros accesibles, de los 20 que se hallan en Estados Unidos.
Lo cierto es que por esa capacidad de hilar magia, Auster es distante con la prensa que urge descifrar sus trucos o el admirador demasiado febril, que pareciera conocerlo más que lo que se conoce él mismo. Es un poco ostra Auster en esos casos. Aunque en el escenario está a salvo, las cerca de 700 personas sentadas y de pie en el foro lo ven con encendida admiración.
Sencillez que impacta
Ni ahí ni en el vestíbulo abundan los aparatos traductores que suman 650 (afuera no los hay y están resignados a escuchar la lectura de la traducción que se hace). Es más, apenas la mitad de los aparatos se ocupa. Varias hipótesis se formulan:
ųO estamos ante un público bilingüe en su mayoría o todo mundo prefiere seguir la lectura de Tombuctú, directamente del ejemplar de Anagrama,
ųO en la admiración al maestro Auster, lo importante es escuchar su voz, descontaminada.
Un poco de cada una, porque el autor de Leviatán transmite humor, pathos, dirían los griegos. Incluso sus libros, por sonoros, parecen diseñados para leerse en voz alta, pese a que insista en que son actos íntimos.
El hechizo es evidente en algunos, escuchan la voz de Auster aunque no sus palabras. Incluso en las partes más amables, que propician que el público estalle en risa, por la ocurrencia, los hechizados permanecen impávidos. Ciertamente, como bien señala Omar Meneses, algunos están como durmiendo, pero es de suponerse que se trata de espíritus dispersos, no aptos para el culto a esa propuesta a Auster.
Y no es que exija particular concentración su obra, ya que como lo señaló en entrevista con La Jornada, su última aspiración es ''lograr un texto donde el lenguaje desaparezca y sólo quede el sentido".
Si algo caracteriza la obra de Auster, y más ahora, es la sencillez que llega a impactar. Y al término de la lectura centenar y medio de admiradores se enfila para el autógrafo, para comprobar que el efecto poético-estético que acaban de padecer provenía de ese hombre parco, soberbio para algunos, en realidad tímido como titiritero.
Abajo su esposa, Siri Hustvedt, es abordada por la ''fánatica mayor de los hinchas" de Auster, quien ha leído al menos uno de los dos libros que circulan de ella en español; ocurren acercamientos, intentos de sacarle al escritor un segundo de atención, una foto. Por un momento, la última de Auster se parece de peligrosa a la primera de Luismi.