* Olga Harmony *

Los endebles

De Michel-Marc Bouchard conocíamos ya Las musas huérfanas escenificada por Mauricio Jiménez, en una de las ya abundantes colaboraciones mexico-canadienses, sobre todo con la dramaturgia francófona de Quebec. Esta vez Los endebles es llevada a escena por Boris Schoemann, el director francés que comparte su tiempo entre la ciudad de México y Jalapa, y que se especializa en lecturas teatrales de dramaturgos que él mismo traduce (y aunque en esta buena traducción comete un pequeño error, al traducir secretaire como secretario y no en su debida acepción de escritorio guarda-secretos); Schoemann integra su reparto con algunos de los alumnos de su taller de lecturas teatrales y egresados del CUT, ese centro de estudios teatrales que por decisión de asamblea rechazó el paro universitario y que todavía no se define acerca de los últimos acontecimientos. Pero ese es otro asunto. El hecho es que gracias al apoyo de Ilya Cazés, subdirector del mismo, se pudo escenificar el drama romántico del quebequense.

Situada en los albores del siglo XX, la obra entrecruza muchas historias y varios posibles estratos sociales, desde la ''auténtica" aristocracia francesa muy venida a menos de la condesa de Tilly y su hijo, las aristocracias formadas durante el tiempo en que Quebec era la Nueva Francia, como el barón y la baronesa de Hüe, la semiaristocracia del dinero representada por la audaz parisiense Lidia-Ana de Rozier y el pueblo llano, entre los que se encuentran Timoteo Doucet y su hijo Simón, pasando por la burguesía acomodada que vendría a estar encarnada por Juan Bilodeau. Esta estratificación social es el estamento en donde se desarrolla una historia de amor homosexual, de crimen y de intolerancia.

Pienso que va mucho más allá de ser una obra gay y que su tema es esa intolerancia hacia el otro que todavía se advierte en algunos lugares a un siglo de lo que se nos narra, aunque quizá en nuestra época no se hubieran dado de esta manera y el amor reprimido de Juan no hubiera dado lugar a su monstruosa traición.

El autor crea a ese personaje Simón viejo que es una mezcla de Hamlet y Edmundo Dantés, quien convence a sus compañeros de prisión que lo ayuden en su venganza, reproduciendo ante el obispo Juan Bilodeau los incidentes de la historia, en un teatro dentro del teatro (al que se añadirá un teatro dentro del teatro dentro del teatro en los ensayos de la muerte de San Sebastián dirigidos por el subversivo padre San Miguel). Los prisioneros escenifican la historia de Simón (José Juan Meraz) y del conde Vallier de Tilly (Hugo Arrevillaga en la función que vi). Ambos jóvenes están muy bien, pero yo querría destacar las actuaciones travestidas (y es de agradecer un travestismo que no nos ridiculiza a las mujeres) de Eduardo Ruy, como la fingida loca condesa de Tully, verdaderamente conmovedor y de Octavio Castro como la dura Lidia-Ana de Rozier, cuya antipática franqueza desata el desenlace de una de las historias y lleva al triste final de la trama amorosa.

En el patio de la prisión, diseñado por la escenógrafa Mónica Raya, y con la cuarta pared ampliada hasta el butaquerío (en una silla entre butacas se sentará el viejo Simón al principio, pero es el lugar reservado al obispo) los presos esperan inquietos mientras entra el público y el viejo da instrucciones. Poco a poco, con un vestuario grotesco superpuesto a su uniforme, empiezan su representación. Conforme avanza la acción, el vestuario ųignoro si por un decisivo acierto del director o por acotación del textoų debido a Fabiola Hidalgo se va convirtiendo en algo propio del personaje y de la época, a excepción de los anticuados aunque ricos vestidos de la condesa. Los presos que actúan también parece haber incorporado a sus personajes, como el joven Simón, que arremete contra el monseñor, lo que da lugar a alguna ruptura. Las que hace el airado obispo sirven para que cambie de lugar, a veces frente al viejo Simón y entre los otros actores, a veces en la parte posterior, aunque tanto el vengador como su victimario no vean más que en línea recta, como si estuvieran en sus lugares originales. Al final de la obra, y como producto catártico de la representación de los prisioneros, nos enteramos del atroz acto cometido por el clérigo y conocemos ųen anticlímaxų de la venganza real de Simón. El tono sostenido, los aciertos de la dirección y la buena disposición de los actores llegan a conmover y hacen que se olviden las debilidades de este extraño drama que nos devuelve al Romanticismo.