Adolfo Sánchez Vázquez
La razón de la fuerza y la fuerza de la razón
Con la entrada de la Policía Federal Preventiva en el campus universitario y la detención de los 750 estudiantes que asistían en él a una asamblea del CGH, la razón de la fuerza se impuso, en el conflicto de la UNAM, a la fuerza de la razón. Ante la intervención de la fuerza pública se han dado tres posiciones cuyo significado y alcance conviene precisar:
1.) La que justifica dicha intervención por la necesidad de restaurar el "estado de derecho", cualesquiera que sean los orígenes, las causas del conflicto o sus consecuencias;
2.) La que la acepta, en última instancia, como una alternativa lamentable, pero necesaria ante la imposibilidad de la que hubiera sido deseable: el diálogo, la negociación, y
3.) La que rechaza, en primera y última instancia, la razón de la fuerza en la Universidad porque ésta, sin negarse a sí misma, no puede descartar la fuerza de la razón.
Veamos estas posiciones en el contexto del conflicto que, después de más de nueve meses, ha desembocado en un verdadero "asalto a la razón". La primera posición constituyó, a lo largo del conflicto, una invitación a la represión, encubierta con la hoja de parra del "respeto a la ley". Con respecto a la tercera posición reafirmaremos lo que hemos declarado una y otra vez: que el uso de la fuerza en la Universidad para resolver sus conflictos es incompatible con su propia esencia como espacio de convivencia, de reflexión y, en definitiva, de la razón. En consecuencia, si se emplean las armas de ésta en los conflictos universitarios no cabe hablar de vencedores y vencidos, sino de convencidos y discrepantes.
Detengámonos ahora en la posición, segunda, que justifica el uso de la fuerza, exactamente la de la Policía Federal Preventiva, argumentando que la vía racional --identificada con el diálogo-- se había agotado. Ciertamente, a diferencia del sector autoritario que siempre optó por el uso incondicional de la fuerza pública, quienes sostenían esta segunda posición, pensaban que el uso de ella requería ciertas condiciones previas y entre ellas el aval de la "voluntad democrática" de la mayoría de la comunidad universitaria. Estas condiciones, de las que formaba parte también el agotamiento del diálogo, se daban --al parecer-- el 6 de febrero último, o unos días antes, lo que justificaba, sin cargo de conciencia, el uso de la fuerza pública.
Ahora bien, la premisa --en este dramático silogismo-- de que el diálogo se había agotado era falsa, pues no podía agotarse lo que nunca había existido. Aunque no había dejado de ser invocado una y otra vez e incluso se había dado un remedo de él en el Palacio de Minería, lo cierto es que un auténtico diálogo como intercambio de ideas y argumentos para llegar a acuerdos, nunca se dio a lo largo de meses y meses. Y no se dio porque no podía darse desde el momento en que una parte --Rectoría y Consejo Universitario-- se negaba a discutir el Pliego Petitorio de la otra, la demandante: el CGH, en tanto que ésta, amurallada en el "todo o nada", sólo aceptaba el "cabal cumplimiento del Pliego Petitorio". El CGH ni siquiera aceptó discutir la propuesta de "los 8 eméritos", respaldada por la inmensa mayoría de la comunidad académica, que tomando en consideración su Pliego ofrecía una digna salida al conflicto. No había, pues, diálogo agotable y, menos aún, negociación, palabra que ni siquiera se pronunciaba.
Después de seis meses de infructuosos encuentros, este callejón sin salida pareció abrirse con el nombramiento del Dr. Juan Ramón de la Fuente como nuevo Rector. Una serie de hechos justificaban la esperanza de un cambio favorable:
1) La aproximación directa ųhasta entonces inexistente-- del rector al CGH;
2) La firma --el 10 de diciembre de 1999, por las representaciones de la Rectoría y del CGH-- de un acuerdo de cuatro puntos, uno de los cuales establecía el diálogo como única vía de solución del conflicto, en tanto que otro reconocía al CGH como único interlocutor;
3) Las consultas del Rector a toda la comunidad académica --hasta entonces inconsultada-- y como resultado de ellas, una propuesta que, en gran parte, hacía suyos los puntos del Pliego Petitorio, entre ellos el importantísimo del Congreso democrático, resolutivo, para la reforma de la Universidad, aunque la organización y representatividad diseñadas requerían ser discutidas. Finalmente, estaba un hecho de la mayor trascendencia por las lecturas diferentes y las consecuencias que habría de tener: la convocatoria y celebración de un plebiscito para que toda la comunidad se expresara en torno al conflicto. La inmensa mayoría de académicos, estudiantes y trabajadores se pronunció por su pronta solución.
Pero, después del plebiscito todo el mundo se preguntó: "Ƒqué sigue?", ante una incertidumbre inquietante. Y muchos se contestaron a sí mismos en el sentido de que su voto era una opción en favor de una pronta solución que, por su peso moral, debía ser tomada en cuenta en el diálogo al que ambas partes se habían comprometido el 10 de diciembre. No cabía entenderla, por tanto, como la exclusión del diálogo y, menos aún podía servir, como escribimos unos días antes del plebiscito (La Jornada, 15-I-2000) "para legitimar democráticamente el uso de la fuerza". Ciertamente, contra lo que deseábamos, el plebiscito se usó no de acuerdo con lo que realmente era para nosotros: la expresión de un anhelo de solución que debía pesar en la mesa de diálogo, sino como un mandato que descartaba el diálogo y, excluido éste, despejaba el camino para el uso de la fuerza pública.
En las dos semanas que precedieron a la entrada de la Policía Federal Preventiva, primero en la Preparatoria 3 y, pocos días después, en la Ciudad Universitaria, diversos actores sociales ųlas cúpulas empresarial, televisiva, eclesiástica y literaria-- coincidieron en una exaltación del plebiscito que conllevaba la apelación -- descarada o embozada-- al empleo de la fuerza pública, si el CGH no procedía a la entrega inmediata e incondicional de las instalaciones en la UNAM. Aunque de hecho el diálogo en plena huelga había quedado excluido, las autoridades universitarias convocaron al CGH a un diálogo último el 4 de febrero para tratar exclusivamente las modalidades de la entrega inmediata de las instalaciones. De ahí a la legitimación del uso de la fuerza pública, al fracasar el supuesto diálogo, no había más que un paso. Y este paso es el que efectivamente se dio, apenas un día después, con la intervención de la Policía Federal Preventiva y la detención indiscriminada de centenares de estudiantes. Por si el delito de asistir a una asamblea del CGH no fuera suficiente, pronto se acumularon contra ellos los más diversos y disparatados cargos: los de motín y terrorismo, y, por si éstos no bastaran, se les reservó el tan caro a los regímenes totalitarios de "peligrosidad social". No se les consideró presos políticos, sino pura y simplemente delincuentes comunes, aunque se tratara de quienes horas antes habían sido interlocutores en el último y frustrado diálogo.
Al intervenir la fuerza pública y ponerse en marcha el mecanismo represivo, se abría un profundo abismo entre la razón de la fuerza y la fuerza de la razón. La responsabilidad por haberse quedado del primer lado del abismo --el uso de la fuerza pública-- corresponde sin lugar a dudas a quienes decidieron dar ese paso, a los cómplices de su decisión y a quienes, de un modo u otro, reclamaron la intervención de la fuerza pública o contribuyeron a legitimarla. Aunque el CGH, por supuesto, está libre de esa responsabilidad, esto no excluye la que tiene por no haberse situado al otro lado del abismo; es decir, por no haber recurrido, como era necesario, a la fuerza de la razón. Pues, en verdad, no recurrió a ella, en muchos casos, al actuar con intransigencia, rigidez y sectarismo; al mostrarse intolerante e irrespetuoso ante las ideas de otros, tanto en su seno como fuera de él; al llegar incluso a expulsar a los discrepantes en sus propias asambleas y, finalmente, al no ver por una ceguera ideológica extrema los logros del movimiento. Pero, esta responsabilidad, que debe ser reconocida y asumida por el CGH, no puede llevar a regatear y, menos aún, a olvidar o ignorar, lo que justifica plenamente la razón de ser del movimiento estudiantil. Cualesquiera que sean sus errores, actitudes o métodos criticables, así como las duras vicisitudes que haya de afrontar, hay que reconocer que a él debemos dos reivindicaciones fundamentales: una, la educación superior pública y gratuita, y otra, la reforma profunda de la Universidad, mediante un Congreso académico, democrático y resolutivo. Ambas están hoy más vivas que nunca. Por ello, la primera tiene que ser llevada adelante no sólo dentro de la Universidad, sino fuera de ella, exigiendo al Estado las modificaciones legislativas necesarias y la asignación de los recursos indispensables para que nadie, con la aptitud académica necesaria, se vea forzado por su miserable situación económica a abandonar sus estudios. La segunda reivindicación --el Congreso-- debe ponerse en práctica conjugando --en su preparación y organización-- la justa representación de los diferentes sectores de la comunidad con la preservación de la esencia académica de la Universidad: la que le permite cumplir los altos fines --transmitir, enriquecer y difundir la cultura-- que le ha asignado la sociedad. Ahora bien, en todo ello ha de estar debidamente representada toda la comunidad y, por supuesto, el movimiento estudiantil que, contra viento y marea, izó la bandera de la reforma profunda de la Universidad.
Después de la entrada de la fuerza pública en el campus universitario, el conflicto de la UNAM está lejos de haberse resuelto, aunque todos --estudiantes, académicos, trabajadores y autoridades-- estamos obligados a contribuir a su solución. Y no se ha resuelto no sólo porque hay que resolver los grandes problemas pendientes, sino porque el tejido que hace de la Universidad una comunidad está profundamente desgarrado. Reconstituirlo significa eliminar en las relaciones entre sus miembros la división totalitaria de amigos y enemigos, o de vencedores y vencidos. Significa, por ello, la exclusión de todo enfrentamiento físico o verbal no para disol- ver las diferencias de ideas, sino para mantenerlas o superarlas en un marco de tolerancia y respeto mutuo. Reconstruir la convivencia, en estos dolorosos días, requiere necesariamente la incorporación a sus escuelas o facultades de todos los estudiantes que permanecen todavía en prisión o bajo la amenaza de ser encarcelados. Por ello, todos estamos obligados a exigir la liberación inmediata de los miembros de la comunidad universitaria que, injusta y vio- lentamente, han sido arrancados de ella. Reconstruir la convivencia significa, finalmente, impulsar y desarrollar la cultura del diálogo en los más diversos espacios y niveles: entre las autoridades y las asambleas de estudiantes o colegios de profesores, entre los estudiantes y profesores de una misma escuela o facultad, y entre los maestros y sus alumnos en las aulas o fuera de ellas. Sólo así se podrán restañar las heridas y superar antagonismos, dejando atrás esas expresiones de la razón de la fuerza que son el sectarismo, la intransigencia y la intolerancia, para abrirse paso lo que constituye el cemento de una verdadera comunidad universitaria: la fuerza de la razón.