* Hermann Bellinghausen *
Mirador y ciego
Es una de esas historias que uno quisiera endosarle a alguien que supiera contarla mejor, por recursos, por aliento narrativo, por paciencia y tino para transmitir lo que aquí llamaremos interés humano, ojalá que sin ironía, porque, verán ustedes, como me la contaron la cuento, yo que sé, y aquí se acaba la explicación y empiezan Calucas y su inesperada carta al dervichero, donde ya empezaban a olvidarse de él, hacía tiempo que nada, pensaban los hermanos, que lo habían engullido las apretadas tierras de Cipango.
La carta estaba fechada en Cachemira, en la localidad de Tajistán, que los hermanos y cadis no lograron ubicar en ningún mapa de los consultados. Y si no estaba en los mapas de la época menos aparecería en los próximos. La carta de Calucas hablaba de una ciudad moderna, fastuosa, nueva y devastada. Y modestamente, sin pretenderse almuédano, subió a la torre a echar un vistazo, al fin turista. Las hordas eslavas venidas más allá del Cáucaso no habían respetado prácticamente nada que guardara, relación con los entonces habitantes, incluidos sus instrumentos de transformación de la materia en mercancía, y de ahí en plusvalía.
El ataque sucedió hace ya tiempo. El invasor saqueó sin quedarse. La hierba crecía entre las grietas y las gargantas de las ruinas. Tiempo dio de que crecieran arbustos. Las alimañas vivían a sus anchas, lagartijas, camaleones, culebras, cifras, los insectos mejor acorazados de la creación (chinches, garrapatas, cucarachas). Y roedores, por supuesto.
Los campesinos de la comarca aprovechaban los cascarones rotos de la ciudad de Tajastán para encerrar rebaño o ganado, a veces con un buen monto de pasto, y agua en los charcos.
Calucas se colocó en dirección al sol, y haciendo las reverencias distraídamente, como trámite que hay que cubrir, miró desde donde, en tiempos de esplendor, a nadie estuvo permitido. A esa atalaya sólo subían los ciegos.
"Veo el enjambre urbano quebrado, un laberinto de espacios baldíos, las casas arrancadas de sus techos, los patios son interiores y exteriores a la vez.
"Tras las palizadas de las afueras puedo ver figuras trabajando campos surcados. Masticando el camino a paso lento, pasa una caravana de camellos. Las calles, lo que de vestigio queda de asfaltos y empedrados, entre los hoyos y las lápidas sueltas, exhibe la calcomanía de bostas secas y frescas. Para los camellos, Tajastán, donde hubo rubíes, alfanjes de oro y pachá, es otra forma del desierto. Por sus gibas se saben preparados bestias, y sus camelleros también, enjutos, lentos.
"En dirección poniente, no veo de donde, sale un rebuzno. Pero, momento, oigo pasos. Alguien más ha sido convocado por el viento".
Aquí se interrumpía la carta, que sólo en la siguiente página, en apresurado post scriptum, refiere la llegada del otrora valedor de la atalaya, o sea, su respectivo ciego.
El viejo (era viejo) olio a humano desde los basamentos. El olor había dejado de ser común en Tajastán, aún para el refinado sentido de un ciego. Así que al concluir el ascenso se sorprendió del encuentro menos que Calucas incorporándose con nervio.
El hombre caminó, agitando su bastón con indiferente tiento, como si lo agazapado (Calucas) fuera un perro, hasta el borde mismo del pretil partido de la atalaya y se detuvo, calvadista que fuera a pegar un salto. La precisión que dan los años de hacerlo diario, a la misma hora, con excepción de los cortos pero definitivos días del intenso bombardeo eslavo.
Y puesto que la atalaya sobrevivió a la artillería, enemiga, seguía vigente la obligación del almuédano. Calucas trató de entenderlo. Ni modo que el anciano diera señales a las ovejas, a la caravana que ya se alejaba, camellando las veredas, a los demasiado retirados labriegos de las afueras, a él mismo que esa tratado como perro.
El hombre dijo roncamente sus oraciones y formularios para alabanza de Alá, en tono de rutina, que, transcrito en la carta y leído a miles de kilómetros, llenó de gusto a los hermanos, que son creyentes, y les hizo esperar que Calucas estuviera entrando en la fe, pero que a Calucas, de oír y transcribir, lo dejó caviloso, confundido, sin atinarle al sentido donde lo echaba en falta. En sus ojos sólo veía un absurdo. Y en su cabeza, una aventura de la lógica, de esas que emprendía cada tanto y sin razón práctica.
La carta concluía con las bendiciones y saludos usuales en estos casos.