La Jornada domingo 20 de febrero de 2000

VENTANAS Ť Eduardo Galeano
El general

Galeano Hace cien años, ocurrió en Colombia la guerra de los mil días. La guerra no dejó prisioneros, para que al gallo amarrado no le creciera la espuela.

En una de las batallas, en los alrededores del río Magdalena, el general José María Ferreira avanzó al revés. Cuando empezó la balacera, el general dio orden de echar cuerpo a tierra y orientó a la tropa para lanzar el contraataque. Buscando posición de tiro, los soldados culebreaban a través de los altos pastizales. El general también iba pegado al suelo, apoyándose en los codos; pero mientras sus hombres se movían en dirección al enemigo, él reptaba en marcha atrás, hacia el otro lado. Ellos iban al norte, y él al sur.

Puede haber sido una falla en el sentido de la orientación, o una hábil maniobra para cubrir la retaguardia, o quizá no fue más que una prueba de sabiduría militar, porque bien se sabe que soldado que huye sirve para otra guerra.

El hecho es que el general, después de mucho retroceder, llegó al pie de la ceiba. La ceiba era el único árbol digno de respeto que se alzaba en aquella nada. El general encontró refugio detrás del tronco gigantesco, y allí se quedó, inmóvil, de espaldas a los estampidos, cuidándose de la tentación de asomarse y mirar. El no quería repetir la triste experiencia de su hermano, el finado coronel Joaquín Ferreira, que había perdido la cabeza cuando la sacó por la claraboya de una iglesia para ver cómo marchaba el combate.

Pasaron los minutos, las horas, los siglos. El general seguía acurrucado, al amparo de un hueco del tronco de la ceiba. Entonces escuchó que estaban cambiando los vientos de la guerra: ahora soplaban hacia él, cada vez más cercanos, los truenos de los tiros y los alaridos, que antes sonaban en la lejanía. El general ya veía las balas, mortales avispas que pasaban zumbando a sus costados. Se persignó. Un sudor de hielo le recorría el cuerpo, sacudido por violentos espasmos que él no entendía ni podía evitar.

El general Ferreira hundió la cara entre las manos, y trató de poner en orden el torbellino de sus pensamientos. Y razonó:

-Si la sangre huele a mierda, estoy herido.