* Olga Harmony *

Sala de espera

Estos son días difíciles y preocupantes para nosotros, con la cauda de estudiantes presos y la redición del viejo delito de disolución social ahora llamado peligrosidad social. En contraste, se presentan escenificaciones interesantes, de las que espero dar notas críticas. La breve temporada de Sanguoshi, el teatro de títeres de las compañías Kabegoushi, de Japón, y Cheng Du de China ųque pudimos ver gracias a Argos, Becker, Jinich y a la fundación de Japón en Méxicoų nos deslumbró con el tradicional arte marionetístico de ambos países, en que los muy bellos muñecos diseñados por el maestro japonés Kihachiro Kawamoto y los extraordinarios efectos escenográficos nos narraron parte de la novela Los tres reinos, considerada la Ilíada china y que se atribuye a Lo Kuan Chung. Al disfrute del espectáculo se pudo añadir una ''probadita" de un clásico que todavía es leído en su país.

En contraste y volviendo los ojos al teatro que se hace en México, hay que hablar de Sala de espera, de Benjamín Gavarre, bajo la dirección de Alejandro Ainslie. Se trata de una obra con muchas lecturas posibles. La más inmediata es el punto de partida, una especie de homenaje a los cuatro compañeros de estudio ųRaúl, Sergio, Héctor y Luis Pabloų de los hacedores escénicos que la presentan y el terrible flagelo del sida (incluso los videos que se proyectan, con poca relación con el texto, fueron realizados en Barcelona por Sergio Hernández Francís, uno de los ya fallecidos, y que me imagino que es representado aquí con el nombre de Arturo) que agobió a esta generación. Porque es, de manera indudable, una obra generacional con toda la carga autocrítica que el dramaturgo le da y con la desesperanza que lleva a cuestas (y que se hace muy patente en el texto y en la nota al programa, también de Benjamín Gavarre) tras el decretado fin de las ideologías, a las que sólo se sigue aferrando Sara, de entre todos los personajes. Pero también hace reflexionar a los espectadores de otras generaciones acerca de lo que hemos hecho de nuestra vida en esta sala de espera que antecede a la muerte.

Es la desolada visión de la vida como una maraña burocrática y sin sentido en la que los personajes deben esforzarse al máximo por la mera supervivencia, entendida como poder cobrar en el CNCA o realizar cualquier trámite parecido, en un mundo en que ''ellos" (el poder, big brother) ''investigan todo". A eso, pues, se reduce la vida cuando se acercan a los 40 años, o muchos más, cuando se han perdido los objetivos reales. Cuando Sara los tacha de vulgares, cínicos e indiferentes, le reviran que es ingenua y anticuada. Otra lectura nos lleva al olvido y al recuerdo, cuando estos cinco antiguos compañeros de escuela recuerdan a otros, los vivos y las alegrías pasadas y ųcambia el tonoų las penas y los compañeros idos. Ante los alardes de los todavía jóvenes de que no guardan objetos, cartas ni recuerdos, Margo, la madre de Max, les obsequia una rosa y les dice: ''Cultiva el recuerdo". La ausencia que duele.

Los bien delineados personajes son incorporados de manera muy eficaz por todos los actores. Sofía (Mónica Lentz) es agresiva y vulgar, aunque, como todos, queda tocada por la realidad actual contrastada con los recuerdos. Francisco (Rodrigo Murray) es un don Juan alcohólico, en apariencia bromista, patético en el fondo (a él se debe la afortunada frase de no estar en un callejón sin salida, sino en un callejón sin concepto de salida). Sara (Bertha Vega) es todavía entusiasta pero poco práctica. Arturo (Emanuel Márquez), quien hizo trampa y al final de nada le sirve, provoca las reacciones de sus amigos con sus incisivos parlamentos. Y el irascible Max (Mario Balandra), rompiendo con su pasado y encerrándose para todos, completa la quinteta. Margo (Concepción Márquez), la madre que termina por aceptar el tipo de vida de su hijo desaparecido y la graciosa recepcionista (Esther Chaparro), junto al ejecutivo (Roberto Rivera Barquín) habitan en el extraño mundo.

En un espacio diseñado por María Elena González, con puerta practicable a un lado de los grises muros, unos escalones negros que dan a una puerta giratoria, cuatro cubos rígidos y un módulo de recepción con todos sus realistas adminículos, que contrastan con la abstracción del entorno, Alejandro Ainslie crea un trazo escénico impecable, que también transita de estilizados movimientos de los actores para llenar las interminables hojas de trámite (y que recuerdan en algo al chaplinesco Tiempos modernos) y los juegos con las páginas ųque remata con las impresionantes máscaras del finalų a los momentos más realistas de diálogos y recuerdos de los personajes, con los pertinentes cambios de tono y un conmovedor final casi en sordina.