La Jornada lunes 14 de febrero de 2000

León Bendesky
Fin de sexenio

La situación del país empieza a ponerse como de costumbre: el último año del sexenio se perfila como uno de conflictos políticos y de contención de la economía en el marco de las elecciones. Las decisiones de Estado tomadas en la huelga universitaria no van a llevar a la solución que, tal vez, imaginaron desde la Presidencia y la Secretaría de Gobernación. Y, por su parte, la evolución económica tiende a no corresponder con la visión que se propone y difunde desde Hacienda, cuando menos en lo que se refiere a un plazo, que va más allá del cambio de gobierno.

El problema estudiantil entró en una nueva fase: hay estudiantes en la cárcel y ya formalmente presos, la ley se ha aplicado discrecionalmente, como parece ser la norma en este régimen de derecho que vivimos. Es previsible que la recuperación de las instalaciones de la UNAM y la vuelta a clases no sea un proceso fácil y que, en cambio, se extiendan las protestas, no sólo en torno a las demandas iniciales del movimiento estudiantil, sino porque todavía hay estudiantes en la cárcel. No puede olvidarse que antes de ser detenidos en Ciudad Universitaria, los mismos que ahora son delincuentes dialogaban con la rectoría que los aceptó como interlocutores. Hoy, muchos de los que votaronen el plebiscito no están conformes con el uso que se le dio a su voto.

Puede desestimarse la marcha del pasado 9 de febrero, como algunos están haciendo, pero la gente salió a la calle y empieza a manifestar su descontento de modo más abierto. El conflicto de la universidad es motivo de grandes desacuerdos y de polarización entre segmentos de la sociedad. Para enfrentarlo se recurrió a la fuerza del Estado, pero ello no significa su superación. No hay una definición clara de la política de educación superior pública en el país; tampoco se apunta todavía hacia la reforma interna de la UNAM, y ésas son las dos demandas centrales detrás del conflicto estudiantil. La universidad se está limpiando y ya hay clases, pero va a ser imposible para el gobierno y la rectoría hacer como que nada pasó en estos casi diez meses de huelga.

En la economía todo va muy bien, según la versión oficial: la inflación mantiene la tendencia a la baja, los intereses se reducen, el tipo de cambio se aprecia, la bolsa de valores tiene un ataque de euforia, el crecimiento del producto continúa, aunque a tasas menores de las proyectadas; se reduce el desempleo abierto conforme a los métodos de medición aplicados, se acumulan reservas internacionales y hasta el precio del petróleo sube.

Parecería necio, en estas condiciones, argumentar respecto a la fragilidad crónica de la economía. Y, sin embargo, señalo sólo un punto. Los precios están bajando por medio de un estricto control fiscal y monetario. El presupuesto federal se administra a partir de la fijación de una meta de déficit, por ejemplo, 1 por ciento con respecto al PIB para el año 2000. Esa meta está enmarcada básicamente en la insuficiencia de los ingresos del gobierno, sobre todo los provenientes de los impuestos, y en la petrolización de sus recursos, y es a esa condición a la que se somete la política de gasto.

El gasto público en México es muy bajo debido a la debilidad estructural de las finanzas públicas y no es expresión de la salud fiscal que tanto se anuncia. El hecho que la mayor parte de ese gasto se destine al rubro social y, en especial, al combate a la pobreza, es un signo de los efectos adversos que ha provocado la propia política económica. Es falaz hablar en México de una mayor eficiencia del sistema económico que sostenga la política fiscal y el propio bajo déficit con el que se opera.

Por el lado monetario, el Banco de México ejerce un escrito control sobre la cantidad de dinero y de crédito. Si se parte del momento de las reservas internacionales que se han acumulado después de la crisis de 1995 y se compara con la cantidad de dinero que hay en la economía, se aprecia que la restricción monetaria ha sido mayor que si se hubiera creado un consejo monetario como el de Argentina. Además, durante toda esta administración el crédito interno ha caído año tras año, mientras el sistema bancario no cumple con las funciones de intermediación y sigue costando una fortuna en términos presupuestales. Esto tiene que ver con la apreciación del peso, aunque no haya una intervención directa de las autoridades en el mercado de dólares y se ha vuelto, otra vez, un ancla de los precios. Pero la inflación, al igual que en el caso de las finanzas públicas, no retrocede por la mayor eficiencia de la economía, sino por una política de contención que tiene efectos muy desiguales sobre los distintos agentes en el mercado. Las presiones que se están generando por el lado fiscal y monetario pueden, ciertamente, conseguir los objetivos macroeconómicos fijados para el fin de sexenio y como marco del proceso electoral, pero sin duda habrá que pagar los costos que se acumulan.