La Jornada lunes 14 de febrero de 2000

ASTILLERO Ť Julio Hernández López

El retorno adelantado de Jorge Carrillo Olea a México habrá de generar un nuevo sacudimiento de escándalo en el maltrecho aparato nacional de justicia.

Contra las versiones que le atribuían propósitos de escapatoria a su fugaz viaje a la ciudad estadunidense de San Francisco, el coronel y gobernador con licencia ha vuelto a territorio nacional, dispuesto a cumplir con el arraigo domiciliario que la ley le ha impuesto, y decidido además a enfrentar el juicio político al que las andanzas criminales de varios de sus subordinados le han llevado.

La postura de legítima confrontación jurídica que Carrillo Olea ha escogido, podría abrir flancos comprometedores para los intereses políticos y judiciales dominantes.

Pocos hombres saben tanto de la manera como el poder político se ha entrelazado con el narcotráfico. Pocos hombres (otro es Fernando Gutiérrez Barrios) conocen las historias secretas y oscuras de los principales personajes del poder. Por ello, la decisión de someter a juicio político a Carrillo Olea (tomada Ƒcoincidentemente? en el marco temporal de la visita de Barry McCaffrey, el jefe de la lucha estadunidense contra las drogas) mete en un brete a los propios promotores de esa idea justiciera (que, por otra parte, ayuda un poco a desviar la atención del asunto UNAM).

El problema, en realidad, no es tan sólo que se produzcan revelaciones estruendosas al calor de las acusaciones que se lleguen a dar en el marco del proceso que le ha abierto en su contra el mismo sistema al que él sirvió durante toda su vida con total apego.

Ya antes de ir a ese viaje (motivado en apariencia por las complicaciones extremas de salud de un amigo y excolaborador importante), Carrillo Olea había dicho que la parte fundamental de sus cuitas actuales han sido generadas por alguien a quien acusó de ser una especie de provocador a sueldo. Graco Ramírez, según esa denuncia, habría sido apoyado por el gobierno
federal en sus andanzas contrarias al gobierno morelense de Carrillo Olea. Un hombre con esa información y con esos contactos no puede lanzar tan graves acusaciones sin fundamento ni sólo por despecho. Si acusa a su principal impugnador, a aquél que organizó las acciones que le llevaron a solicitar licencia, de tener apoyos del gobierno federal, debe ser porque tiene pruebas claras de ello.

Más, sin embargo, el peor daño que la figura indemne de Carrillo Olea le puede hacer al sistema, es el de la comparación de su circunstancia con la de los centenares de jóvenes universitarios tomados presos a causa de sus ideas. Mientras que a los estudiantes se les ha llegado a acusar (con soberbia que la historia no perdonará) de terrorismo y sabotaje, y se les ha obstruido la posibilidad de salir libres bajo fianza, endilgándoles esa fascistoide cláusula judicial de la peligrosidad social, a Carrillo Olea se le permitió dejar el poder morelense sin problema alguno, alejándole inclusive en una primera instancia del riesgo de ser llevado a juicio político.

A partir de hoy, sin embargo, el sistema abre un nuevo punto de escándalo.


Cuestión de billetes

Cuando se produjo la huelga en la UNAM, Máximo Carbajal era director de la Facultad de Derecho. Pero tuvo la buena suerte de no quedarse en casa esperando que abrieran de nuevo sus oficinas. Eduardo Robledo, recién nombrado entonces secretario de la Reforma Agraria, lo invitó a formar parte de su equipo de trabajo. Aún así, no hizo huesos viejos entre los expedientes relacionados con el polvo del campo. Le nombraron luego como encargado de los asuntos jurídicos del candidato presidencial priísta.

Con ese carácter, Carbajal acudió en días pasados a pagar la multa que le fue impuesta a su representado por haber incursionado con poco éxito (junto con Jesús Silva Flores, mejor conocido como Jesús Silva Herzog) en el muy popular pasatiempo del graffitti. En el cumplimiento de esa obligación, el ex director de la Facultad de Derecho, ex funcionario de alto rango en la SRA, y ahora representante jurídico de quien es considerado en el PRI como virtual presidente, no mostró un claro e inequívoco respeto por la ley, sino que asumió una actitud de junior perdonavidas, o de cacique de rancho: no sólo objetó la aplicación de la norma jurídica a cuyo cumplimiento asistía, sino que pretendió pagar la multa impuesta a la propia juez, sacando el billete correspondiente y arrojándolo a la funcionaria, quien con prudencia le recordó que no era a ella a quien debería entregar el dinero (como si fuera una mordida, un entre, un soborno) sino al empleado de la tesorería, quien inclusive le daría un recibo oficial.

No está de más recordar aquí una tesis que ilustra de buena manera el criterio jurídico con el que se mueven quienes hoy, en campaña, ofrecen respeto a la ley: a los labastidistas les parece injusto que habiendo una violación diaria y general de las normas que impiden pintarrajear edificios públicos, sólo haya sido a ellos a quienes se les infraccionó. No es sano ese juicio, pues la letra de la ley obliga a su cumplimiento irrestricto con independencia de juicios estadís- ticos sobre su vigencia. No porque el índice de impunidad en México sea altísimo puede un ciudadano pedir excepciones en el cumplimiento personal de la ley, a menos que le muevan ánimos de influyentismo.

El lunes que no llegó

El viernes del ultimátum, en el antiguo Palacio de la Inquisición, las horas pasaron desde el principio sin que asomara ninguna posibilidad real de arreglo entre la rectoría y la comisión de huelguistas. Los estudiantes, que habían ido bajo protesta, estaban arrinconados: centenares de sus compañeros estaban en prisión y sobre otros centenares (incluidos los allí presentes) había ya órdenes de aprehensión; por otra parte, se percibiía que el golpe policiaco-militar era una decisión tomada.

El diálogo no avanzaba porque la rectoría estaba aferrada a su premisa de combate: los resultados del plebiscito eran un mandato que pasaba por la devolución inmediata de las instalaciones universitarias. Los estudiantes, a su vez, se parapetaban en su condición de no tener un mandato expreso para negociar devoluciones, y que, en todo caso, necesitarían "bajar" a sus asambleas cualquier formato de arreglo.

A las nueve de la noche hubo, sin embargo, un soplo de esperanza. Desde un par de horas antes se había reunido una especie de subcomisión, integrada por dos paristas y dos representantes de rectoría, que eran el abogado general y José Narro. Pero no hubo ningún avance.

Entonces, llegada la hora fatal, las diez de la noche, quedó clara la emboscada: los estudiantes dijeron que estaban dispuestos a continuar el diálogo. El lunes podría ser, dijeron los hombres de rectoría.

O antes, de ser necesario, respondieron los estudiantes, quienes consideraron el sábado como un día suficiente para discutir y afinar sus posiciones. Que sea el domingo, el mismo domingo, dijeron los huelguistas. Pero ya no hubo respuesta. Tal vez el lunes, se les dijo...

Un coronel acusado de tortura

Martín Hernández Díaz, cargador del puerto de Mazatlán, fue golpeado el 31 de agosto de 1999 por agentes del grupo llamado Fuerza de Reacción Inmediata. La agresión mantuvo al cargador durante tres meses en el hospital, en riesgo grave de muerte.

La Comisión Estatal de Derechos Humanos de Sinaloa, que preside Jaime Cinco Soto, investigó el asunto y emitió una recomendación en la que se demanda la destitución del responsable de ese grupo policiaco especial, Tomás Coronel Lizárraga, director de seguridad pública de Mazatlán y que se inicien procesos penales contra este mismo funcionario, por el delito de encubrimiento, y contra los policías que participaron en la agresión, por torturas.

De los hechos fueron testigos unos 30 policías y cinco comandantes, pero el director de la corporación, Coronel Lizárraga, dice no saber quiénes fueron los agresores. Aún más: el cargador Hernández Díaz otorgó, presuntamente por voluntad propia, el perdón jurídico a sus agresores, aunque en la especie no prospera ese tipo de recurso porque los delitos cometidos se deben perseguir de oficio. Todavía este sábado, Coronel Lizárraga decía que no conocía la recomendación de la CEDH, y aseguraba que todos sus agentes estaban laborando "normalmente".

No lo olvidemos: mientras tantos se ríen de la ley, unos cuantos, por sus ideas, están en la cárcel.

šLibertad a los presos políticos!