* Carlos Bonfil *
Vidas al límite
Nueva York, década de los noventa. Instantáneas del Apocalipsis. Una ciudad anterior a la limpieza regeneradora del alcalde Giuliani --anterior a la prostitución, a la mendicidad y a la pornografía. Es la ciudad paranoica de La hoguera de las vanidades, la urbe envilecida de La fortaleza del vicio. El hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, de la Miseria Perpetua, es el microcosmos de esa gran urbe. Allí, doctores, enfermeras y paramédicos oponen a la enfermedad y al dolor el cinismo y desenfado de los enfermeros de M.A.S.H. (1970), la sátira de Robert Altman. Imposible reaccionar de otra manera. La insensibilidad hospitalaria es reflejo exacto de la indiferencia colectiva que reina en el metro, en la calle neoyorkina, frente a los actos de crueldad y de violencia. Es, sin mucha diferencia, el lugar infernal por el que hace veinticuatro años deambulaba un hombre ordinario vuelto psicótico, el Travis Bickle (Robert de Niro) de Taxi Driver.
En Vidas al límite (Bringing out the dead), de Martin Scorsese, basado en una novela de Joe Connelly, con guión de Paul Schrader, el paramédico Frank Pierce (Nicolas Cage), busca en esta ciudad y en la rutina de salvar vidas al límite de la muerte (suicidas, víctimas de paros cardiacos, drogadictos en sobredosis), una azarosa redención por aquellas otras vidas que no pudo salvar anteriormente ųesos fantasmas que al parecer acosan en algún momento a enfermeros y psiquiatras, como en El sexto sentido, de Night Shyamalan, 1998.
La cinta de Scorsese posee una estructura fascinante. Como en Taxi driver, el guionista recurre por momentos a la narración en off, y el recorrido por la ciudad nocturna lo refiere así la voz afiebrada de Frank, del Servicio Médico de Urgencias. Es la crónica personalísima de tres noches violentas, claramente divididas entre sí por tener el paramédico en cada una de ellas, un compañero de ambulancia distinto. Por tener también su odisea en el West Side un fondo musical diferente, en consonancia con los estados de ánimo de los personajes y las atmósferas citadinas ųmúsica de Van Morrison y del grupo The Clash ("I'm so bored with the USA"), de Igor Stravinsky ("La consagración de la primavera") y de Burning Spear, estrella de reggae africano. Vidas al límite ensaya igualmente varias propuestas estilísticas, como la fotografía contrastada de Robert Richardson, con sus barridos vertiginosos, sus planos inclinados, y la trayectoria de una ambulancia con la cámara al frente, donde el espectador es, por un momento, dueño del único punto de vista. Por su parte, Frank Pierce efectúa paulatinamente el tránsito de la lucidez socarrona de quien lo ha visto todo, al alucine angustiado de quien descubre, bajo el efecto de la droga, un solo rostro femenino en varias personas al mismo tiempo.
En Vidas al límite hay excelentes momentos humorísticos. Es toda una revelación el personaje del paramédico negro, Marcus (Ving Rhames), quien de la mano de varios jóvenes rockeros invoca a Jesús y a todos los poderes celestiales, para revivir en una discoteca a un drogadicto. La escena remite a una "resurrección" similar en Tiempos violentos (Pulp fiction), de Quentin Tarantino. La propia película carbura así con adrenalina. Y hay en ella de todo: suicidas arrepentidos; cardiacos al por mayor; un vagabundo sicótico, muerto siempre de sed, que arremete a palos contra los parabrisas; un narcotraficante que alivia el estrés con drogas alucinógenas en su clínica llamada Oasis; y un negro genial de anteojos oscuros que custodia el ingreso a la sala de urgencias y cuya amenaza misteriosa y definitiva es la frase: "No me obligues a quitarme los lentes".
Los temas de la culpa y la redención cristiana, recurrentes en la filmografía de Scorsese, desde Calles peligrosas hasta La última tentación de Cristo, siguen aquí presentes, pero pese a los delirios de Frank (un Nicolas Cage magnífico), y a sus súbitos arranques de violencia, el personaje no muestra el espíritu justiciero de un vigilante urbano; no es la reencarnación de Travis Bickle ni de modo alguno un esquizofrénico. No es tampoco un solitario. Uno de los aspectos interesantes del filme es justamente la descripción de su relación con sus compañeros de ambulancia, con el estupendo John Goodman, y sobre todo con Marcus, el seductor iluminado; también su curiosa historia romántica con Mary Burke (Patricia Arquette), una ex drogadicta, hija de uno de sus pacientes al límite de la muerte. La relación más intensa, sin embargo, la tiene Frank noche a noche con la ciudad entrañable y ajena ųese lugar que Scorsese presenta al límite de todo, tan cerca del colapso civilizatorio y del fin del mundo. Una película singular, excesiva, que muestra a un realizador en control absoluto de todos sus recursos y de su talento.