* Margo Glantz *

El nuevo Berlín

He venido a Berlín varias veces, tres antes de que cayera el Muro, después en 1990 y 1992, cuando recorrí algunas ciudades alemanas al terminar la feria de Frankfurt, y también en 1995 para un congreso sobre judíos nacidos en Latinoamérica. Ahora vine a participar en un encuentro sobre La Malinche, personaje que corre el riesgo de convertirse en la nueva Frida Kahlo. Me invitaron Carlos Rincón y Barbara Droescher, al Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlín, y también se organizó una conferencia en el Instituto Iberoamericano de la Biblioteca Iberoamericana sobre los campos de exterminio nazis y las políticas de la memoria, justo después de que se conmemoraba la liberación de Auschwitz por lo soldados aliados (27 de enero) y los neonazis de Berlín protestaban el 30 de enero porque se intenta construir un memorial para recordar el asesinato de los judíos alemanes y europeos en el predio donde estuvo el búnker de Hitler, y también cuando los partidos de derecha neonazis toman el poder en Austria, se descubre que en Suecia hubo muchos colaboradores fascistas ųincluso hubo quienes solicitaron trabajar como vigilantes en los camposų y se desata en Suiza, ese filisteo país, una ola derechista y muy antisemita. Confieso que ha sido una experiencia muy impresionante.

Pero lo que más me interesa es la efervescencia de esta ciudad que ya he visitado, como dije antes, en muy distintas situaciones. En 1987 pasé por el Check Point Charlie, ahora un pequeño edificio en una calle y cerca una línea roja que señala lo que fue el Muro, del cual queda una parte de cemento armado y varillas retorcidas. En 1995 una muralla aérea, por llamarla de algún modo, coronaba el cielo de la ciudad, inmortalizada por Wenders, infinidad de grúas y de altas plumas llegaban hasta las nubes. La puerta de Brandeburgo estaba abierta, Alexander Platz retomaba su ímpetu y quizá muy pronto vuelva a ser lo que fue y mucho más en la época de Döeblin, quien escribió su famosa novela, dándole a ese lugar un sitio predominante en la vida de Berlín; la sinagoga se reconstruyó y se han abierto muchos cabarets como en la época de Dix, Grosz, Weil y Brecht. La Potsdammer Platz y la calle de ese mismo nombre son un hervidero de grúas y escombros y vendedores de ámbar y cajitas de laca rusas, además de las mamatchakas, los horribles sombreros de piel y miles de transeúntes que cruzan apresurados las calles improvisadas entre máquinas y polvo. Edificios de todo tipo, algunos horribles, otros extraordinarios crecen como hongos en un ábrete sésamo milunochesco.

Un lugar excepcional lo ocupa el nuevo museo del judaísmo, aún vacío, cuya construcción aparecería como caprichosa a primera vista. Es un edificio que corre en zigzag, recubierto de placas de zinc y perforado por numerosas ventanas colocadas en lugares inusitados, formando extrañas figuras y luminosidades. El inmueble, construido por un arquitecto nacido en Lodz (Polonia, 1946), de padres judíos sobrevivientes, se llama Daniel Libeskind (el hijo querido es la traducción de su apellido). ''El museo ųdice su autorų ha sido concebido como un emblema en el cual lo visible y lo invisible son los elementos estructurales reunidos en este lugar de Berlín para exhibirse mediante una arquitectura donde lo innombrado es el nombre de lo que se mantiene en silencio". Las simétricas planchas de zinc brillan o se oscurecen según el clima, pero las ventanas obturan el espacio y lo vulneran, son como heridas que dejan cicatrices imborrables.

El edificio se conecta con un antiguo palacio donde trabajó como abogado E.T. Hoffmann, el músico y escritor fantástico del siglo XVIII; el patio lleva inscripciones que derivan de un concepto de la poesía de Paul Celan, realizado por su esposa, y 60 espacios dentro del museo se refieren al mismo número de aforismos del libro de Walter Benjamin, Dirección única. Un espacio cerrado, oscuro, helado, iluminado apenas por una ventana perforada en el muro, es la torre del holocausto, lugar donde uno se siente totalmente desamparado, de la misma manera en que uno siente perder el equilibrio frente a una plaza donde se han construido 49 columnas de concreto en cuya cima crecerán árboles, ahora desnudos, pero con sus ramas secas apuntando hacia el cielo. La torre del holocausto que siempre permanecerá vacía se encuentra situada frente al edificio principal y se conecta con él por un subterráneo invisible desde fuera, pues sobre todas las cosas la construcción tiene como emblema principal la producción de espacios vacíos imposibles de colmar.

''El museo judío ųconcluye Libeskind, quien construirá pronto un edificio en Guadalajaraų tiene una relación multivalente con su entorno. Actúa como una lente de aumento que agiganta los vectores de la historia y permite que los espacios y su continuidad se hagan visibles."