Ť El juez Salvador Ochoa gobernó como un patán; El Zotoluco, pundonoroso
Manuel Caballero, maestro de maestros: dio tres cátedras de espléndido toreo a los bichos de Xajay
Lumbrera Chico Ť Paradojas de la vida en México: la corrida más importante de la temporadita 1999-2000 se convirtió en lo menos importante del mundo. Manuel Caballero, no obstante, se consagró como supremo rector de la fiesta brava ante un torito de ensueño, un manso perdido y un marrajo de media casta, a los que impuso la inmedible soberanía de su arte. Eulalio López El Zotoluco pasó las duras y las maduras sin perder el valor y la dignidad. Los de Xajay, con aspecto de novillos, fueron de chile o de dulce, pero sobre todo de manteca. El juez Salvador Ochoa tiró por la borda su bien ganado prestigio. Y el "empresario" Rafael Herrerías probó una sopa más de su pésimo chocolate y se la comió con su pan intragable, al presentar al mejor torero de hoy y mañana sin haber logrado vender más de la mitad de las localidades.
Un dechado de todo lo bueno
Manuel Caballero demostró que lo tiene todo: óptimas condiciones físicas, intuición de experto, poderío indiscutible, un arte que se puede cuantificar por toneladas, y lo más importante, una afición de maletilla que lo obliga a emplearse a fondo con todos sus enemigos por buenos, malos o peores que salgan, como le sucedió ayer. A Cocinero, negro bragado y capachito de 500 kilos, lo disfrutó de principio a fin. Trazó con él preciosas verónicas que remató en los medios dejando caer el capote como una gasa de mago. El bicho tomó una vara peleando. El diestro entonces lo atrajo al centro del redondel y, entre varios bocetos bien logrados, le cuajó una chicuelina girando en cámara lenta con la mano que arrastraba el percal a la altura del tobillo.
El trasteo de muleta ųlo gritaban los aficionados de solų fue perfecto: no le sobró un solo pase, aunque perdió emotividad en los minutos finales. Y como la estocada sobrevino después de un pinchazo, el ánimo del público se enfrió. Bordador saltó a la arena desde el cuarto cajón de toriles. Manso de solemnidad, insulso en sus 482 kilos, con la edad de los acuerdos de San Andrés y tan incumplido como éstos, desarmó a Caballero al hilo de las tablas embistiendo y rebrincando como un chivo. Para hacerse de él, el diestro comenzó a capotearlo contra la barrera, cortándole la salida, hasta convertirlo en un bomboncito. Entonces le pegó cuatro verónicas impecables, entre populares manifestaciones de asombro.
Picado apenas y de mal modo, acudió al segundo tercio para que Alfredo Acosta le clavara un parazo de poder a poder. Sin brindar ųno lo hizo en toda la tardeų, Caballero se apresuró a buscarlo con la muleta, que el bicho rehuía. Pero si lo había acorralado con el capote, ahora lo obligó, por izquierda y derecha, a jugar con la franela, y de la nada le extrajo una faena tesonera e irresistible, emocionando al público por la sola manera de citar a la res y conmocionando por la honda y lenta plasticidad de sus naturales, que el artista gozó gozándose hasta el paroxismo. Mató de contraria y tendida y recibió una oreja reclamada por unanimidad, pero concedida por el juez con un grotesco mohín de damisela, absolutamente reprobable.
Como último de la tarde acudió Cabezón, de 500, con unos pitones que le daban aspecto de cucaracha. Feo como la ocupación de la UNAM y el futuro que ello promete, barbeó las tablas tratando de saltar, pero peleó con el caballo como un marrajo de media casta. Suelto, distraído, manso en fin, llegó a la muleta con la idea fija de volver a su rancho. Pero entonces Caballero se dedicó a consentirlo forzándolo y doblándolo con energía, y pronto lo convenció de que no tenía otra: o embestía en redondo o embestía en redondo. No había más. Y así el testarudo recorrió la pista en bellísimos naturales, al punto que un espectador gritó: "šGanadero, dale las gracias al torero!". Mas como el engendro en efecto era un vómito del rabo al testuz, acabó rajándose, pero oh sorpresa, Caballero se puso a jugar al frontón: se le iba el butifarro, se quedaba a esperarlo, aguardaba a que el bruto llegara a las tablas y regresara a él rebotando como una pelotita, y lo recogía otra vez con la franela para zumbárselo de nuevo por abajo.
A la hora de liquidarlo se tiró de frente y se la dejó ir hasta la bola, aunque un poco trasera, para verlo doblar a sus pies. Pese a la avalancha de pañuelos, zafio, gandul, ganapanes, mascatacos, el juez sacó šun kleenex!, oyó la merecida rechifla y lo guardó; acobardado, mostró el segundo y tornó a sentarse como una gorda vendedora de chicles, agobiada por las moscas y el resentimiento, en las antípodas del decoro y la civil majestad que no puede no tener el representante de un gobierno democrático. šQué majadero deleznable!
El Zotoluco no entendió a Dulzón, de 485, nunca pudo templar a Clarinero, de 502, y fue superado por la enjundia de Cariñoso, de 506. A los tres, empero, les hizo cosas bellísimas con la muleta. No se lució al matar pero puso el corazón por delante toda la tarde. Al salir fue cálidamente ovacionado.