MAR DE HISTORIAS

La casa de los pájaros

* Cristina Pacheco *

 

Cuando entré en la casa mi hermana Herlinda fingió no verme. Es su manera de advertirme que está disgustada conmigo porque otro pájaro se escapó de la jaula. Cuando suceden estas cosas, en vez de reclamarme en seguida, espera a que me siente a la mesa. Así no tengo forma de impedir que me pegue al oído su boca pintada para decirme: "Escuincle menso: Ƒqué demonios tienes en la cabeza? Volviste a dejar la jaula abierta. Se largaron dos canarios. Ahora Ƒqué le digo a tu abuelo?"

Herlinda se hincha cuando se enoja. Yo me quedo mirándola sin decirle nada. Piensa que tengo miedo de que me suelte un bofetón. Es cierto a medias: enmudezco porque veo acercarse a la muerte que se llevará a mi abuelo. El y yo lo sabemos pero me pidió que no se lo comunicara a nadie: si lo hago, mi cuñado Víctor ordenará que lo encerremos en un asilo. Con tal de que eso no ocurra soy capaz de soportarlo todo.

Por la noche, al regresar mi cuñado de su trabajo, Herlinda le cuenta el chisme: "šQué crees! Mi hermanito volvió a dejar la jaula abierta". El me toma de las patillas, me jala, me zarandea y me exige que reconozca mi descuido y pida perdón. Hago esfuerzos para no llorar pero se me salen las lágrimas. "ƑPor qué lloras?", me gritan Herlinda y él al mismo tiempo. Aunque estuviera dispuesto a decirles la verdad y a romper el pacto de silencio con mi abuelo, no encontraría palabras para explicarles que lloro porque el fin de mi abuelo está cada vez más cerca.

 

II

 

Se llama Hilario. Nunca me ha dicho cuántos años tiene, pero deben de ser muchísimos porque ya no le quedan dientes en la boca. Los fue escupiendo uno por uno y perdió el apetito y la sonrisa. Los guardó en una caja que ahora es mía. Cuando yo era más chico y mis papás se iban de paseo mi abuelo me entretenía mostrándome ese tesoro. Después me tuvo más confianza y me permitió jugar con sus muelas y colmillos, porque así podía dedicarse al cuidado de sus pájaros. Hace más de un año, cuando se escapó de la jaula el primer cardenal, me ordenó tirar la caja con sus dientes. Tuve un presentimiento y le pedí que me la regalara. Aceptó con una condición: "Prométeme que cuando envejezcas y se te caigan los dientes, pondrás las piezas con las mías. Será como si estuviéramos riéndonos los dos juntos". Entonces no entendí el motivo de aquella petición tan rara.

Desde que enviudó, la adoración de mi abuelo han sido sus pájaros. Al principio sólo eran dos. Mi abuelita los compró en el mercado de Sonora. Antes de morir le hizo prometer al abuelo que los cuidaría. El le dio su palabra y la ha cumplido. Empezó por bautizar a los canarios ų"Chema" y "Juana"ų y acabó por rodearlos de muchas otras aves. "ƑPara qué tantas?", preguntó Herlinda. "Para que cuando muera uno de los dos el otro no se sienta solo".

El orgullo de mi abuelo es su jaula. Le gusta que las personas se detengan frente a la ventana para mirarla. Cuando alguien le pregunta dónde compró esos pájaros tan preciosos y cantadores, él se esponja como un pavo real: "Los agarré en el monte. Si no me cree, pregúnteselo a mi nieto". Dice la verdad. Lo he acompañado y me consta que es el mejor de todos los cazadores.

Parece mentira que la familia no sepa apreciar algo tan bello. Una vez oí a Víctor decirle a mi hermana que esos animales lo tenían harto porque lo despertaban muy temprano. A la mañana siguiente, después de que él salió a trabajar, Herlinda le comentó a mi abuelo que sus pájaros le estaban causando problemas con su marido. "Además, son muy sucios, pueden pegarnos una enfermedad".

A mi abuelo se le llenaron los ojos de lágrimas, como a mí cuando Víctor me jala de las patillas. Herlinda no se conmovió, ni siquiera le tembló la voz cuando le dijo: "No te portes como un niño. Ya estás viejito y te sentirás mucho mejor si no te cansas tanto limpiando las porquerías de esos bichos".

Mi abuelo se fue derechito contra Herlinda. Creí que iba a pegarle con su bastón, pero nada más le gritó: "Para que te lo sepas, esos animales, cuando cantan, le llevan mis noticias a tu abuela". Herlinda soltó una carcajada. Mi abuelo se descompuso y casi no podía respirar, de tan agitado, pero con todo y eso siguió defendiéndose: "Métete bien en la cabeza lo que voy a decirte: esos animales sólo se irán cuando yo me vaya". En la noche mi hermana puso a Víctor al tanto de todo: "Creí que iba a pegarme. Me amenazó". Víctor destapó una cerveza: "La próxima vez que te salga con lo mismo le dices que está bien, que nada más te informe a dónde se irá, para que le mandemos sus cosas". Como siempre, Herlinda quiso quedar bien con su marido: "Seguramente a su mansión de Las Lomas..." El chiste me cayó mal. Me encerré en mi cuarto.

 

III

 

Poco después de aquella escena mi abuelo y yo nos distanciamos, mejor dicho yo me aparté de él. Pensé que ya no me quería porque agarró la costumbre de irse solo al monte. "ƑNo te llevas a Mauricio?", le preguntó Herlinda varias veces. El nunca respondió y eso me lleno de rencor, hasta creí odiarlo. Mi hermana se dio cuenta. Quizá por eso, la primera vez en que se escaparon dos pájaros copetones, se le ocurrió que en venganza yo había dejado la jaula abierta. Juré que no era cierto pero no me creyó. En castigo me ordeno que fuera a darle la noticia a mi abuelo.

Lo encontré sentado en su cama, agitando la cajita con sus dientes como si fuera una sonaja. Me miró al darse cuenta de que lo observaba. Por la forma en que lo hizo adiviné que estaba al corriente de la pérdida y me apresuré a aclarar: "Te juro que no fue mi culpa". Me interrumpió: "Ya sé que no fuiste tú. Ven, acércate..." Adiviné que algo muy malo iba a suceder.

Cuando estuve cerca mi abuelo no me miró, sólo me ofreció la caja con sus dientes: "Toma, llévatela y tírala por ahí". Mi presentimiento se hizo más fuerte y quedé paralizado. El se impacientó: "ƑQué no oyes?" Obedecí. Cuando llegué a la puerta me detuve: "ƑMe puedo quedar con la caja?" Al cabo de un ratito escuché la respuesta de mi abuelo: "Siempre y cuando me prometas una cosa. Ven..."

Regresé a su lado. Estuve lo bastante cerca de él como para ver en sus ojos la tristeza. No pedí explicaciones, sólo me arrojé en brazos de mi abuelo. Permanecimos así un buen rato y al fin me arrancó la promesa: "Júrame que cuando seas viejo como yo y se te caigan los dientes los guardarás junto con los míos". Mi abuelo no se dio cuenta de que sus palabras me aterrorizaban, sólo puso la caja entre mis manos. Fingí observarla con atención. Mi abuelo me tomó por la barbilla y me obligó a mirarlo: "Yo dejé que los pájaros escaparan, pero no pude decírselo a Herlinda porque si no... ƑMe perdonas?" No entendía nada y apenas tuve valor para preguntar: "ƑSi no qué...?" "Me mandarán a un asilo. Yo no quiero salir de esta casa donde me dejó tu abuela".

Por un momento pensé que Herlinda tenía razón: el abuelo estaba perdiendo la cordura. El adivinó mis pensamientos: "No estoy loco. Es cierto que pronto moriré". Hizo una pausa y se golpeó en el pecho antes de agregar: "Algo anda mal aquí..." "ƑY no te lo pueden componer?". Mi pregunta le arrancó una sonrisa: "No, no quiero arreglos. Ya me cansé de todo esto, de tanta soledad". Hice un gesto de reproche. Mi abuelo me acarició: "Por ti, sólo por ti, me quedaría; pero no puedo hacerlo. Tu abuela está esperándome. Sabe que ya agarré el camino". "ƑQuién se lo dijo?" grité. Mi abuelo no se alteró: "Los pájaros".

Después de esa noche mi abuelo, según iba sintiéndose más débil, propició la fuga de los pájaros. El día en que muera soltaré el último zenzontle. Me alegrará pensar que su canto le hará menos triste y pesado el largo viaje.