* José Cueli *

El ballet con los toritos

Las puyas entraban por los costados de los becerros. La agudeza de la hoja los atravesaba como un arado que rompe la tierra, sólo que con más filo, como la rueda de un carro que rompe en dos una serpiente. El corazón, los pulmones y la sangre de las arterias quedaban en el aire y luego flotaban mezclados con líquidos cerveceros, dejando un inconfundible olor a gato en celo. Algo letal fluía de los jugos de la carne de los toritos, antes de volverse tacos de moronga, rodando por el ruedo.

Las fragancias del matadero sangriento ruedo aleteaban los prolongados vuelos de la imaginación de los neoaficionados que parecían elevarse a través de "las nubes con luces carmín" mientras ya emborrachados "los cabales", los "ases del toreo" comenzaban a danzar y el más viejo de los dos, parecía el más joven, sonriente y coqueto, y el más joven, envejecido y aburrido y los olés se elevaban por los aires, gracias al sacrificio taquero de los torines, incluidos las orejas y los rabos.

Bañados en sangre, los torillos le daban colorido al ballet del viejo y el joven, metamorfoseados en el joven y el viejo. La humedad de la piel de los burelitos los volvía duros como rocas y su ser se unía al de los danzantes toreros. La sangre endurecida los volvía caracolas en espiral y los baletistas, imitándolos, se retorcían en giros graciosícimos, en que se abrazaban a los "barbas" hasta hacerse uno con ellos, con el telón de fondo del coso lleno.

Claro que los torines de Fernando de la Mora en agonía casi sólo escuchaban los líquidos rojos que derramaban en el ruedo y deben de haberles resonado como río subterráneo en la cascada cavernosa que es la Plaza México. Y a lo lejos como entre sueños les llegaba el rugir de los olés garrasperos de los viejos habitantes del coso, gargantas, vasos de flemas encervezadas y leves gallos. Sollozos de dolor, ahogados de lo que aún les quedaba de su herencia de raza brava.

Ríos de aire llegaban de los sollozos, como esperanza de vida nueva a la muerte de cada torín, y el olvidado rápidamente primer instante de la muerte, en la salida de cada una de las "fierecillas" de Fernando de la Mora ųmansas, mensas, descastadas. Cada una el doble de la anterior y de las anteriores que han aparecido en la mayoría de las corridas de la temporada. El doble que no tiene memoria de la sensación de la muerte en vida, sin defenderse. La poderosa atracción de la muerte que no llega a los neoaficionados presentes en el tendido en las tardes de relumbrón.

Rara vez los torines pueden presenciar tanta bufonería. Los toreros, Ponce transformado en baletista hiperlento y Cavazos en baletista de giros rápidos. Monterrey y Valencia, en un ballet industrioso con naranjas y palmeras de fondo, šque modernidad!

Todo esto entre un recuerdo borroso de aquellas faenas de Ponce, que sigue sin cruzarse y cargar la suerte en la México, aunque sea una sola vez.

Al margen, aprovechando la bobaliconería de los becerrillos, qué lento, pero, qué lento toreó el valenciano en unos lances rodilla en tierra al sexto de la tarde.