* Carlos Bonfil *
Todo el poder
Fábula de policías y ladrones, en la que los primeros se parecen tanto a los segundos que un videasta amateur casi pierde la cabeza filmando sus fechorías en un documental sobre la violencia urbana. Todo el poder, segundo largometraje de Fernando Sariñana (Hasta morir, 1994), arranca con una estupenda toma de la ciudad de México, emulando a su modo una toma similar en Tequila (1991), de Rubén Gámez. Con un guión escrito por el propio director, Enrique Rentería y Carolina Rivera, Sariñana presenta, en tono de comedia, una visión apocalíptica, próxima al comic (la relectura de Trino, todo un acierto), de la que pareciera ser la ciudad más insegura del mundo, la urbe del atraco diario, del secuestro y el asalto callejero, de la extorsión y el agandalle, de la corrupción y la impunidad a todos los niveles. Es la ciudad que con fatalismo calculado describen dos candidatos al gobierno de la misma en un reciente debate televisivo, la ciudad al desnudo de algún reportaje sensacionalista, el epicentro del temor colectivo, la máxima paranoia compartible.
En esta ciudad, el joven videasta Gabriel (Demián Bichir) se transforma rápidamente en un ciudadano indignado dispuesto a exhibir las complicidades de las autoridades capitalinas, las del turbio e hipócrita jefe de la policía Julián Luna (Juan Carlos Colombo), con el no menos siniestro comandante Quijano (Luis Felipe Tovar), fanático de Elvis Presley y miembro de una banda de rateros enmascarados que incluye una muy conspicua careta de Carlos Salinas de Gortari. Autoridades y ladrones, mismo equipo. La ciudad como botín. Todo el poder para ellos.
De modo muy azaroso, Sariñana combina la comedia sentimental y la denuncia política: los dramas previsibles y banales de Cilantro y perejil (Rafael Montero) con las penurias de una ciudadanía deseosa de una mano fuerte en el gobierno. El síndrome de Montiel ("Las ratas no son seres humanos") se vuelve así epígrafe inevitable de esta primera comedia de la paranoia colectiva. Si bien es signo saludable que producciones independientes como ésta, o como otras que no lo han sido tanto (La ley de Herodes, de Luis Estrada), aborden los temas sociales de mayor actualidad, esos mismos que la censura comercial inhibía anteriormente, es también un riesgo mayúsculo hacer de una película un mero catálogo de ocurrencias y viñetas humorísticas, compensando una falta de solidez argumental con simples atractivos visuales (la correcta y llamativa fotografía de Eduardo Martínez Solares), con una banda sonora que incluye a Johnny Laboriel y al grupo Plastilina Mosh, y con uno de los dispositivos publicitarios más eficaces que se recuerden desde Cilantro y perejil o Sexo, pudor y lágrimas.
Hace cinco años, Sariñana sorprendió con una cinta notable, Hasta morir, en la que se mostraba dueño de un punto de vista y de una destreza narrativa que situaban a su debut fílmico en las antípodas de la frivolidad y del tonto aliviane de Sólo con tu pareja. Con Todo el poder, el realizador opta hoy por la facilidad, por la eficacia de un producto de mercadotecnia fílmica. Y en su propósito de divertir a toda costa, aborda el tema de la inseguridad urbana con la misma ligereza y superficialidad con que la cinta de Cuarón utilizaba el tema del sida. Ninguna de las dos cintas aporta gran cosa en uno y otro tema, excepto la revelación de que modernidad y humorismo complaciente son ya sinónimos en el cine mexicano. De una película a otra ųCilantro y perejil, Sexo, pudor y lágrimas, Todo el poderų los mismos actores encarnan arquetipos muy reconocibles (galán treintañero incapaz de una entrega afectiva total y jovencita vigorosa decidida a complicarle y transformarle la existencia). En el caso de ella, puede tratarse de Arcelia Ramírez, Monica Dionne o Cecilia Suárez; en el caso de él, sólo puede ser, hasta nuevo aviso, Demián Bichir. La fórmula es por supuesto excelente para la taquilla, pues reproduce y aclimata los clichés de la comedia romántica estadunidense, y gracias a esa misma eficacia se repite año tras año con muy pocas variaciones. Todo el poder propone una variante posible, la denuncia política, pero ésta es vaga y generalizadora como conviene al propósito de entretenimiento inofensivo. (La ley de Herodes sería su modelo opuesto). Al cabo de los innumerables asaltos que padece o registra el protagonista, la idea inicial se desgasta, los gags se vuelven pesados y repetitivos, y la denuncia, si alguna, se banaliza por completo. La vertiente de comedia romántica resulta todavía más inocua. Habrá que aclarar una y otra vez que Todo el poder es ante todo una comedia ųuna comedia modernaų, para no obstinarse en querer encontrar en ella y en su tema algo de la agudeza crítica y de la emotividad con las que Sariñana mostró ser en Hasta morir uno de nuestros mejores cineastas.