* Hermann Bellinghausen *
Sin el pálido temor
Turbio. Así tenía el ojo, turbio y blanqueado, echado a perder. Era fuerte, mucho, pero prácticamente tuerto. Es decir, dudo que viera algo a través de ese manchón calloso y nacarado.
Una antigua infección que no se atendió. O alguien que lo maldijo. Ya ves cómo es eso. El Pekino vivía en la casa más pobre de la cuadra. Las ventanas rotas. Cartones y tablas a guisa de cortinas. De día nunca estaba, no necesitaba la luz del sol. La puerta la atrancaba con los durmientes de desecho de cuando repararon las vías. No recibía visitas. Quién querría visitar al Pekino. Medio chino, medio negro, salvaje para ese barrio de protestantes blancos, racistas y plebeyos. Diría pobre de él, si alguna lástima inspirara, pero ni siquiera. ƑY sabes por qué? Porque no le importaba nada. Le tenían miedo, y hay gente que valora eso más que el respeto. En su caso, bastaba.
El porche lo tenía convertido en cementerio de botellas. De tantas que eran, y en creciente, terminaron por ahogar el pasto y hasta los brotes de cizaña. Un erial.
En el garage guardaba un DeSoto gris que no usaba. Suponían los vecinos que estaba descompuesto. Ya se sabría que no.
Cada mañana salía a pie, exactamente a las 6, incluso domingos. Regresaba muy noche, tambaleante, esquivando de milagro los trenes que a esa hora estaban en plena actividad. Bien dicen que Dios cuida a los borrachos. Y si Dios no le cuidó el ojo, le cuidó siempre el pellejo. Se suponía que trabajaba, si no, de qué podría mantenerse. Después se averiguó que era un metalúrgico, y muy cumplidor, en la Planta Benedict. No tenía religión. Los vecinos lo odiaban por todos los motivos posibles. Algunas veces, pocas, llegaba con mujeres; de su calaña, claro. Y entonces las luces permanecían encendidas toda la noche y los ruidos que salían de la casa del Pekino eran de lo más inquietante. Cuando los Folsom, los pelirrojos de al lado, llamaban a la patrulla, el Pekino evitaba abrir, pero dejaba de hacer ruido. Y aunque papá Folsom peroraba acusándolo con los policías, estos nunca encontraron pruebas para proceder. Era el juego del gato y el ratón. Papá Folsom juraba un día de estos lo voy a matar. Nunca se atrevió. Ya parece.
Kukuxlanes vergonzantes, una noche se juntaron los hombres de la cuadra, esperándolo con garrotes y chacos. El Pekino los vislumbró desde la esquina y no se detuvo. Sencillamente sacó su navaja de botón, la accionó y caminó derechito hacia papá Folsom, quien reculó temblando. El Pekino le dirigió una mirada feroz. A diferencia de sus vecinos carapálidas, el Pekino no tenía temor de Dios, y esa era su protección.
Quizás no sea lo justo, pero él era la prueba viviente de que Dios no se mete con los que no le temen. Su única posible desgracia era el ojo inservible, pero si no le importaba, desgracia no podía ser. Sus vecinos enfermaban, sufrían accidentes, perdían el trabajo, se les fugaban las hijas, los engañaban sus esposas, les cortaban la electricidad, todo. Al Pekino nunca le pasaba nada malo, como si tuviera una "contra" a su favor. A menos que sea malo vivir en el alcohol. Pero con esa salud, parecía indestructible.
Una noche a mediados de octubre un incendió devoró la casa del Pekino. Nadie llamó a los bomberos, pero eventualmente llegaron. Poco más tarde llegó él. La calle estaba desierta, sospechosamente. Digo, los incendios convocan a la gente , y de ese, haz de cuenta que nadie se enteró. Mira que las llamas se veían desde la Avenida Madison. Los Folsom y los Parker, concelebrando, se atrevieron a colgar sus banderas confederadas en el zaguán, como empezaba ser normal a fines del siglo XX. El Pekino, sin apretar el paso, caminó hasta los recoldos como si los bomberos no existieran. Descorrió la reja del garage, abrió la cajuela del DeSoto y sacó dos cosas: una varilla gruesa y una botella a medias de ron. Con la varilla destruyó, meticulosamente, sin rabia, casi beatífico, la pickup de los Folsom. Los vidrios, las llantas, la lámina, los asientos, el tablero, los faros, las calaveras. Atónitos, comprendiendo, los bomberos se abstuvieron de intervenir. Papá Folsom ni siquiera se asomó.
Luego, el Pekino cogió la botella, la destapó y la bebió por completo. La arrojó con excelente puntería contra la bandera de los Folsom, rasgándola por el centro. El DeSoto tardó en encender, pero finalmente rugió enmedio de la humareda y arrancó con humillante estruendo. El Pekino reía. Se iba riendo, el muy cabrón.