La Jornada jueves 20 de enero de 2000

 


* Luis Villoro *

Restaurar la comunidad

Desde la Edad Media las universidades se constituyeron como comunidades de estudiantes y maestros que elegían libremente unirse para propiciar el saber; gozaron, por ello, de amplios fueros y privilegios.

Una comunidad es algo más que una asociación por contrato. Una comunidad es una unión de personas que hacen coincidir su interés particular con un interés común. Supone que todos sus integrantes participen activamente en proyectos comunes; nadie puede estar excluido; nadie puede arrogarse la facultad de decidir por los demás; todos forman parte de un cuerpo colectivo animado por fines y valores compartidos. Para ello, la comunidad requiere de órganos instituidos que aseguren a la vez su independencia frente a los poderes externos y la participación de todos en las decisiones internas.

La comunidad universitaria tiene como fin, en que todos participan, la aproximación a la verdad, y como medio un camino hacia el saber, que todos, cualquiera que sea su condición social, su origen o la escasez de sus recursos, están invitados a recorrer. La participación en el saber y la equidad son los valores comunes que dan sentido a la universidad.

Hace tiempo que en la UNAM corre riesgo ese sentido de comunidad. El gigantismo excesivo no evitó la centralización administrativa, la cual propició el crecimiento de una burocracia académica y el afianzamiento del autoritarismo. Las instancias de participación, las relaciones cotidianas en proyectos comunes cada vez se volvieron más débiles. Hace tiempo que los profesores e investigadores se quejan de la falta de participación en las decisiones de la institución y se refugian, cada vez más, en la atención exclusiva a sus labores personales. Hace tiempo que los estudiantes sienten la ausencia de órganos y procedimientos que les aseguren ser escuchados. Hace tiempo que la comunidad se desliza, poco a poco, hacia una asociación donde las decisiones verticales de un grupo de autoridades tienden a limitar la participación comunitaria.

El paro de labores que padecemos tiene causas conocidas, pero jamás habría tenido lugar sin el deterioro de la comunidad. Las cuotas nuevas de inscripción pueden o no estar justificadas, pero fueron decretadas por un rector y un Consejo Universitario sin ninguna consulta con la comunidad. Muchas escuelas votaron por la huelga porque la mayoría de sus alumnos no se sintieron representados en los órganos de decisión y no tuvieron oportunidad de manifestar su opinión. Vieron la universidad entonces como un reflejo del sistema autoritario que priva aún en toda la nación. Los académicos, por su parte, sin vías que les invitaran a discutir medidas que afectaban a todos, permanecieron mucho tiempo ajenos a ellas.

La propuesta de la rectoría, aprobada por el Consejo Universitario, no es aún el restablecimiento de la comunidad dañada porque para eso se requiere la creación de nuevas formas institucionales de participación democrática, pero puede ser una condición necesaria para avanzar hacia ella. El plebiscito va en esa dirección, por ser una consulta incluyente de todos. Nunca antes los prejuicios de una concepción autoritaria y burocrática lo hubieran aceptado. La propuesta, es cierto, no concede las demandas de los paristas en la formulación exacta que ellos quisieran, pero les da la satisfacción que es posible sin violar la legislación universitaria y sin renunciar al consenso entre las opiniones divergentes. El congreso resolutivo y democrático fue la iniciativa más importante del CGH. La composición de sus miembros debe aún discutirse, pero su establecimiento, contra tantas opiniones contrarias, es una victoria fundamental del movimiento estudiantil. Es una vía democrática para que la reforma de la universidad sea el producto de la participación de todos y no de la imposición de un grupo o de la coacción del gobierno.

La universidad no es de un grupo de alumnos ųpor puras que pudieran ser sus intenciones. No es tampoco de las autoridades. La universidad es de la comunidad de profesores y alumnos, y a ella debe ser restituida.

Si el CGH persiste en su rechazo sólo logrará llevar hasta el final el desmembramiento de la institución en fracciones divididas por intereses contrarios. Lo que es aún peor: propiciará la intervención de la fuerza pública para acabar con el conflicto. Eso sería el fin de toda comunidad.

Si, por el contrario, el Consejo General de Huelga hace honor al espíritu que presidió sus inicios, si es fiel a los principios de equidad y de democracia que dice defender, permitirá que todos los profesores, alumnos y trabajadores, organizados, sin excluir a nadie por sus posturas u opiniones, sin violencia, regresen a su casa, ocupen el lugar al que tienen derecho. Entonces habrá contribuido decisivamente a transformar la universidad sin intervenciones externas.

Y ese sería el primer paso para avanzar en el camino de la restauración de la comunidad.