Fox y sus amigos
* Soledad Loaeza *
no de los vicios más irritantes y dañinos del autoritarismo mexicano fue el amiguismo. Esta mala costumbre permitía a funcionarios y políticos disponer a su antojo de los cargos públicos y colocar en ellos a sus amigos. Fueron muchos los que alcanzaron ciertas posiciones gracias a su amistad o a su relación familiar con el presidente fulano, con el secretario zutano o con el diputado perengano. La creciente complejidad del país y de la administración pública, así como las situaciones escandalosas que se produjeron en los años de Echeverría y de López Portillo, impulsaron la introducción de restricciones legales y administrativas a la arbitrariedad que permitía, por ejemplo, que una señora joven, con chispa y una buena sonrisa fuera nombrada directora general en una secretaría. El amiguismo se ha superado gradualmente, pero ahora todos nuestros esfuerzos de cambio pueden venirse abajo porque, por sorprendente que parezca, una de las promesas de campaña de Vicente Fox es reintroducir el amiguismo.
Fox se ha pronunciado una y otra vez por que todas las funciones de gobierno y vigilancia las asuman los ciudadanos como tales, la sociedad civil, el pueblo; como si no comprendiera que todas éstas son figuras abstractas que los políticos han utilizado a lo largo de la historia para adornar sus discursos, pero que no pueden sustituir a las instituciones de gobierno. Con lo que parece una gran ingenuidad, el candidato panista sostiene que hay que dejar el país en manos de la gente, que somos todos y nadie al mismo tiempo. Cuando así ocurre el que gobierna es uno solo y sus amigos, porque este tipo de lenguaje político históricamente ha justificado un manejo personalizado y autoritario del poder.
Vicente Fox no ha mantenido en secreto la desconfianza que le inspiran las instituciones. En primer lugar, su propio partido. De ahí que haya depositado su campaña electoral en manos de una organización con la cual la dirigencia panista mantiene relaciones frías, a pesar de que ha habido esfuerzos importantes por integrarla al PAN. En diferentes momentos ha expresado su repugnancia hacia cualquier tipo de institución: los partidos, la administración pública, el poder judicial, la Cámara de Diputados, hasta la Iglesia le ha merecido desprecios. Parece no reconocer las virtudes de las instituciones, cuya existencia es la única garantía verdadera de la democracia porque, a diferencia de los individuos, establecen reglas de comportamiento para gobernantes y gobernados por igual, imponen límites al ejercicio del poder, garantizan predictibilidad, continuidad en los procedimientos y en los procesos; así como responsabilidad. Todo eso es preferible a estar sometidos a los altibajos temperamentales de los pantalonudos que prometen hacer las cosas ellos solitos. Peor todavía, Fox parece ignorar que en México hemos tenido más pantalonudos que instituciones, y que es muy posible que la raíz de nuestros males esté en la personalización del poder y en el amiguismo, antes que en las instituciones.
Hace una semanas anunció que de llegar a la Presidencia de la República crearía una Comisión de Transparencia que revisaría y vigilaría todas las decisiones del gobierno: del presente y del pasado. Haciendo a un lado los órganos existentes para desempeñar esas funciones, el candidato panista prometió que los miembros de esa comisión serían "miembros distinguidos de la sociedad civil". Es decir, sus amigos, a quienes así le ha dado en denominar, mientras que para el resto de la opinión pública son los sospechosos comunes: aquéllos que en los últimos diez años han hecho de la membresía en la sociedad civil una profesión. Pero lo importante no son ellos, sino lo que promete Fox: colocar a un grupo de individuos por él designado, según sus muy personales criterios, por encima de la ley y de las instituciones para que, según su más leal saber y entender, vigilen y --de ser necesario-- juzguen a los funcionarios, usurpando funciones que las leyes atribuyen a órganos de gobierno existentes. De llegar a la Presidencia Vicente Fox y de cumplir tan aterradora promesa de campaña lo único que podemos esperar es el establecimiento de un sultanato que sería la envidia del priísta más plantado. *