* Olga Harmony *
Calderón en atril
Resultó un acierto de la Dirección de Teatro y Danza de la UNAM presentar una lectura de La cena del rey Baltasar, de Pedro Calderón de la Barca, el mismo día, lunes 17 de enero de 2000, en que se cumplieron los cuatro siglos del dramaturgo. Entiendo que el mismo grupo prepara la escenificación de este auto sacramental con toda la escenografía, el vestuario y la tramoya que lo acerque a la Memoria de apariencias que pidió el autor. Por el momento es bueno ocuparse de esta lectura en atril a muchas décadas de que fuera presentada por Héctor Mendoza dentro del ciclo de Poesía en voz alta, llevando a Carlos Castaño, hoy académico y presente como espectador en esta nueva versión. Al final de la lectura, un pastel cumpleañero fue llevado a escena y, como me retiré ante tan chabacana idea, ignoro si se entonaron Las mañanitas para celebrar a don Pedro. Pero lo consigno porque la lectura osciló entre esos dos extremos, el acierto y la chabacanería.
Como ya fue dicho, constituyó un acierto no dejar en el olvido el cuatricentenario de uno de los máximos exponentes de la literatura en nuestra lengua. Y también lo es que se haya escogido uno de sus autos sacramentales, ya que Calderón es tenido por el más grande autor del género, en un siglo XVII español en el que lo alegórico estuvo presente en todas las artes, según escribe Angel Balbuena Prat en un estudio modélico acerca de los autos de Calderón de la Barca. Hay que recordar que Marcelino Menéndez y Pelayo, considerado largo tiempo el más importante estudioso de los Siglos de Oro, era enemigo del uso de simbolismos en el drama, porque a su entender lo abstracto no cabe en este arte. Y hay que recordar todas las acusaciones que se le hicieran al dramaturgo por su artificiosidad.
En nuestro momento, las eruditas disputas deben dejar paso a una simple cuestión, la de qué es lo que el espectador moderno puede encontrar en la representación o, como es el caso, en la lectura más o menos actuada, de un auto sacramental. Sabido es que el género se inició en la procesiones de Corpus en los comienzos del siglo XVI y que culminó con Pedro Calderón de la Barca, un hombre de la Contrarreforma, antes de sufrir un gran desgaste y ser prohibido por Carlos III ya muy mediado el siglo XVIII, porque en ese momento se consideró que atentaban contra la religión. Pero en la época de Calderón de la Barca (quien no dejó de ver alguna de sus obras censuradas por la Santa Inquisición) eran un elemento de adoctrinamiento, como lo fueron en otro contexto en la Nueva España, ante los embates del calvinismo que negaba la presencia real de cuerpo y sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, eje de todo auto sacramental. Siguiendo a Balbuena Prat, en Calderón este sacramento se une al dogma de la redención. Ambos están presentes en La cena del rey Baltasar con el sacrílego uso que se hace de los vasos del Templo del Dios de Israel y que proféticamente se transformarán, gracias a los oficios de Daniel, en los de la Eucaristía.
Este auto, considerado de tema bíblico, sólo puede ser contemplado hoy día si nos olvidamos del espíritu religioso en cuanto a su cercanía temática ųestoy hablando por el espectador que sea, como yo, no creyenteų y nos centramos en las virtudes de su construcción, que ampara como otros del autor la descripción del origen del mundo, y en su lenguaje. El director de esta única lectura y que proyecta su escenificación, Eduardo Contreras Soto, no era conocido con anterioridad por mí. Se me dice que ha hecho escenificaciones de manera independiente para Teatro Escolar, es decir, fuera de lo sancionado por el INBA, lo que para los que conocemos de las dificultades que enfrenta la institución en su diseño de Teatro Escolar en el Distrito Federal no es gran garantía. En esta ocasión, el director escribe también una loa a Calderón de no excelente factura. Cuenta con profesionales, como José Acosta que encarna a Baltasar y Marco Vinicio Estrello que hace un muy gracioso Pensamiento. Pero sus dos actrices, Liliana Flores y Jacqueline Serafín, no muestran mucha capacidad, y Jesús Estrada sonríe en demasía para ser la Muerte amén de que tiene un acento muy peculiar. Todos recitan el verso calderoniano, a pesar de que Acosta y Estrello lleguen a matizarlo. Ojalá estos escollos se salven en el montaje.
Y ojalá en este año podamos ver al otro Pedro Calderón de la Barca, el de capa y espada, en alguna escenificación.