José Cueli
Triunfos de Caballero y Reyes Huerta
Arrolladoramente se vivió la hondura del toreo de Manuel Caballero en las series de pases naturales y uno de pecho increíble en que templó y mandó como los grandes del toreo. Látigo acariciador en las muñecas, tablas al viento vibrando al ritmo sobrio, acompasado del jugar con los toros. Esa hondura del albaceteño que acompañaba el paso del espléndido torillo Milenario de Reyes Huerta, dándole su tiempo y distancia, sosegadamente. Encastada nobleza del torillo que permitió vivir la torería de Caballero, vivencia castiza, invasión sensitiva, en la que entre líneas transmitía su drama íntimo.
Manuel entró en delirio y quiso perpetuar con avidez esos refilonazos angustiosos que da el toreo cuando es drama y no mera estética. Obsesionado por la verdad que le daba la hondura a su toreo, dramatizó su faena y le prestó encarnadura trágica, ansiosa, palpitante, sin contorsiones, ni gesticulaciones, lo que puede revelar esa confesión íntima que es torear en la perpendicular del testuz del toro, sin concesiones chabacanas a la galería.
Amontonó las fantasmagorías del toreo y le dio suspenso metafísico, apretó el sino de su raza subterránea, que era un volcán en erupción, que internalizó en su torear con el marco de un cielo azul brillante, claro e inmóvil. Y su paso por el coso de Insurgentes fue invasor a ritmo con su expresión introvertida, mágica, sufrida. Manuel Caballero toreaba concentrado, prescindiendo del público y ahondando en el sentido de los mínimos detalles de la lidia; pasión, profundidad, para elevar deliberadamente el toreo. Su quehacer en el ruedo reflejaba las características de su tierra natal, grave sin más, que le da ese dramatismo que juega con tristeza a la muerte y conoce la negra peripecia de las cornadas que no llegan a modificar su carácter, sino lo afirman.
Lo que hubo, además, de verdad en el capote de Manolo pero al mismo tiempo de integración rigurosa, se cumplió en su remate en esa media en que se enroscó al torillo que se revolvió en un palmo de terreno y luego en unas chicuelinas que fueron arreboles que surgían del fondo de la cueva de la Plaza México. Toreo redondo del albaceteño que en su casticismo tiene fuerza y sentido de conjunto original. Irrepetible como estilo, puede ser copiado como pasión, al representar el hilo que da margen y acicate. Es irrepetible el toreo de Caballero porque es cerrado y se requiere su personalidad cerrada para realizarla.
El toreo de Caballero es el contrario de los toreros ballet, cuyo toreo está en la raíz de su ingeniosa personalidad, llena de espíritu lúdico, juguetón con el público, de formas abiertas, ballet en que se juega al toro, desdramatizándolo. Caballero, al contrario, dramatizó el toreo. Mejía y Ochoa ni dramatizan el toreo ni juegan al toro en el ballet moderno, quedándose en un toreo descolorido. Ochoa de contra desperdició al espléndido y encastado sexto de la tarde. Si bien por los toros de Reyes Huerta, mal, muy mal, los de Germán Mercado. Un séptimo toro de regalo de Rodrigo Aguirre mostró la diferencia entre los torillos y el toro con edad y presencia. Manuel Caballero salió de la plaza a los gritos consagradores de štorero! con la sobriedad que lo caracteriza.