Olga Harmony
En defensa de mi oficio
El inteligente lector se habrá dado sobrada cuenta de que en mi nota anterior un brinco, empastelamiento o como quiera que le digan los que sustituyen al antiguo tipógrafo, hizo aparecer como continuas dos líneas en que hablaba de libros diferentes, el uno el volumen de aforismos de Luis de Tavira y el otro el que reúne los escritos acerca de teatro de Jorge Ibargüengoitia. No objeté, porque pienso que el sentido del artículo, que era compartir así fuera mínimamente el placer que me producen los libros de El milagro, estaba más o menos cumplido. En este momento, en que el tránsito o no de un milenio o siglo al otro, celebrado con los fastos que a todos nos fue posible, deja lugar a la certidumbre de que nada ha cambiado y seguimos siendo los mismos que éramos en diciembre, cabe la reflexión acerca de nuestros respectivos quehaceres. Y en ese mismo artículo me descubrí en una especie de pelea de sombra no sólo con el brillante Luis Mario Moncada, sino con todos aquellos que proponen el ensayo como único interlocutor válido del fenómeno teatral, lo que muestra un cierto desdén hacia la nota crítica periodística.
Por alguna razón esto nos pone a la defensiva. Ante algo que suena tan importante y serio como la palabra "ensayo" nos sentimos en desventaja, aunque los años ųque amén de achaques y dolencias nos deben inocular cierta sensatez- nos digan que primero pensemos y después aceptemos o no la pequeñez de nuestro empeño. Bien, la acepto, pero con acotaciones ("corchetes" podríamos escribir si en verdad fuera un diálogo). Creo que el ensayo acerca del arte es muy importante y no necesariamente debe venir de la academia. Creo también que muchos de nuestros teatristas harían un excelente papel en la ensayística y que pueden combinar ambas tareas sin descrédito de lo uno o de lo otro. Lo que de algún modo crea problemas entre participar en los escenarios y escribir nota periodística, con el ensayo puede salvarse. Y sería bueno recordar que el propio Botho Strauss, quien perfiló su estética personal en sus colaboraciones en diarios y revistas, abandonó la crítica cuando se convirtió tanto en dramaturgo como en dramaturgista de una compañía.
Sea como fuere, vale la pena que nos detengamos a pensar en lo que hacemos, en la razón de que lo hagamos. Para algunos de los que hacemos crítica o crónica casuística, de cada escenificación, muy en lo inmediato, en algún medio, la respuesta sería la misma que lleva al dramaturgo a escribir, al director a dirigir y al actor a actuar; nos interesa y hallamos placer en ello. En defensa de mi oficio puedo empezar por decir que no intentamos ser los interlocutores de los hacedores de teatro, sino del lector del diario o revista en que escribimos. Este lector es algo tan impersonal para nosotros como puede ser el público para los teatristas y, en cierta medida, equivale a lo mismo. Cierto es que nos lee la gente de teatro, pero sería muy triste que emprendiéramos el análisis, por parco que sea, de un fenómeno teatral pensando en lo que opinarán los creadores del fenómeno u otros componentes del medio teatral, si es que el medio teatral existiera. Me complazco en pensar que somos una especie de eslabón entre un montaje y su público, un testimonio precario de lo que ocurre en nuestros escenarios.
Por otra parte, el trabajo ensayístico requiere un a priori, una premisa esencial que sirva como enfoque para estudiar algo acerca de lo que, en general, existe un consenso. En nuestra tarea casuística e inmediatista, en la sorpresa estriba el goce. Es verdad que debemos conocer las trayectorias de los teatristas y los posibles rasgos comunes de su obra, pero los verdaderos creadores nunca se estancan y ofrecen muchas veces con apariencia de límpida frescura el resultado de años de reflexiones. Y entonces nos debemos ajustar nuestros anteojos y encontrar las variantes, grandes o pequeñas. Lo mismo ocurre con un autor o director que no conocíamos al tratar de entender su propuesta sin mayor sostén que la propuesta misma. No se trata del deslumbramiento banal de lo nuevo por ser nuevo, sino esa picante sensación de riesgo, de que muy posiblemente nos equivocamos en nuestras apreciaciones, pero eso es lo que pensamos en ese momento de esa escenificación. Finalmente, es lo que les pedimos a los teatristas, algo muy alejado el teatro cómodo, y el riesgo a equivocarnos, por ridícula que pueda parecer la idea, es algo que sí nos podemos permitir en consonancia con los riesgos, búsquedas y encuentros de los hacedores del arte teatral.