José Cueli
El acabóse
La noche dejaba oír sus cancioncillas de arrullo envolvente de coro a los becerrillos celestes de José Garfias con sus bisbiseos, murmullos y suspiros, y las mecía al ritmo de los olés que las acariciaban. La noche amparaba a los becerrillos y los tornaba románticos caramelitos de plata, al encender los faroles en la pedrería del altar del ruedo. Asomados a los tendidos los becerritos, con sus caritas inocentes, contemplaban la noche que se hacía musical en la bóveda estrellada. Tan tiernos estaban los chivines en su idilio nocturno que la piel se les volvía azul profundo, les blanqueaba el testuz y permitía descifrar las caricias de la noche, en que sólo los inocentes becerros no captaban la maldad de sus pitoncitos. Esa fiereza de malditos que no exhibieron los de azuquitar candy que fueron los de este Garfias.
Entre las sombras azuladas de la plaza, los becerritos descubrían las caricias de la cuna y en el ruedo alzaban el mesón propicio, el palacio encantado, el jardín maravilloso, la arena fulgurante donde jugueteaban y cantaban y los toreros les regalaban trapazos para rezar la letanía del "derechazo" y todos tan contentos. Reapareció el azul turquesa nebuloso de nuestro cielo en el invierno, que se desnudó de nubes negras en efusión de bálsamo, dulcedumbre de sordina, tibieza de mano amante, y el agrio rumor de la plaza se fundió en una sola melodía de recordatorios de madre al señor juez derramándose en tinieblas bañadas por la espuma cervecera.
La flora mágica de los cielos prevaleció en la corrida y difundió su contagiosa suavidad al sortilegio de la ternura de los becerritos. La noche se volvió madre de los becerros celestes que se anunciaron como toros cinqueños. Todo era salir por la puerta de toriles y dejarse inundar de un sentimiento de tierna incoherencia nocturna. La experimentación del súbito anhelo de reclinar sus cuernitos en la almohada de cojines que se volvió el ruedo.
Abandonarse a la voluptuosidad de no pelear, de aceptar castigo por parte de los picadores hasta volverse tacos de suadero, no tirar ni una cornada, ni una sola y cerrar los ojos para no asustar a los toreros. Los tripudos becerros celestes, no querían pelear. Se acordaban al ver salir la espuma cervecera de los tendidos de esos senderillos que blanqueaban la ganadería potosina más que los arroyos, de los que fluía miel inédita, fragancias de laxitud subyugadora, misteriosa, en la que esperaban a las vaquillas bajo los árboles sombreados.
Lo más curioso es que las faenas a estos becerros fueron premiadas con orejas, en becerrada en que fueron rescatables unos pases naturales de El Zotoluco en que se trajo muy toreado al becerro, embarcándolo desde lejos y rematando detrás de la cintura y un par de banderillas de El Juli por dentro contra la zona de toriles. Toreando estos becerros el cartel de El Juli se desplomó, como se desploma la temporada, domingo a domingo. šEl acabóse!