La Jornada martes 4 de enero de 2000

Andrés Aubry y Angélica Inda
La sucesión episcopal en la historia de Chiapas

Chiapas es una diócesis insólita: siendo la quinta más antigua del continente, tuvo que aguantar un trato despectivo de obispado de segunda (cuando otros más recientes fueron promovidos en arzobispados respetados); y en sus 462 años de vida, hasta la fecha tuvo un total acumulado de 140 años sin obispo, la tercera parte de su larga existencia, aguantando dos vacantes de diez años, otra de 15 y muchas de dos a ocho años. Tiene, pues, una larga y ambigua experiencia de transición episcopal, unas veces de madurez y capacidad organizativa como diócesis, y otras de víctima de un autoritarismo humillante.

Estas vacantes tienen relevancia porque sucedieron en momentos socialmente álgidos: en su conflictiva fundación, luego cuando la Independencia, después en la Reforma, o durante la mal llamada rebelión chamula de 1869, y finalmente en la Revolución. La actual transición sucede en circunstancias comparables. Por falta de espacio, nos limitaremos a caracterizar estas sucesiones con dos tipos de figura.

La primera sucesión episcopal fue la de Las Casas, el primer obispo efectivo, y por lo tanto el fundador. Esta transición ofrece dos vertientes: la del obispo tan presionado que tuvo que renunciar, y la de sus agentes de pastoral, quienes resistieron durante varios mandatos episcopales sucesivos.

El hostigamiento del poder a fray Bartolomé se resume en el saludo que le tributó el Oidor: "sois un bellaco, mal hombre, mal monje, mal obispo y merecéis ser castigado". El obispo salió a España de donde jamás pudo volver, pero sin perder nunca el contacto con su diócesis, hasta que la dignidad le recomendara optar por la alternativa de "defensor perpetuo de los indígenas" como obispo emérito de Chiapas porque declinó un azaroso regreso y se reintegró a su convento dominico; desde allí, se dedicó a defender el proceso diocesano que había iniciado, con incontables diligencias, debates y escritos postchiapanecos, fundadores de la pastoral latinoamericana.

Su sucesor fue un fraile de su confianza, pero una vez ascendido a obispo se volteó la chaqueta. Fray Tomás Casillas bendijo en Comitán las armas destinadas a exterminar a los lacandones, sostuvo a esclavos en su palacio episcopal y acumuló una fortuna escandalosa.

En lo sucesivo, la estrategia de sucesión consistió en elegir para Chiapas a prelados de la Orden de Las Casas para calmar sospechas, siempre y cuando no lo imitaran. Pero los frailes formados por él, sin moverse de Chiapas, resistieron casi medio siglo perpetuando el proyecto lascasiano: siendo de la misma orden que su mitrado, trataron primero la "corrección fraterna" y, cuando no fue suficiente, aplicaron al obispo en turno las normas del Confesionario de fray Bartolomé (aprobado en el Concilio Mexicano), negándole la absolución porque estimaron que no podían perdonar la encomienda, los esclavos o las armas, hasta que el obispo Pedro Feria tratara de renunciar. Su sucesor, para escapar a las exigencias de los frailes, abrió las puertas de su diócesis a franciscanos --sostenidos con los réditos del capital de las encomiendas-- para que pudiera cumplir en paz con la práctica de la confesión.

Más tarde, en la Independencia, condenada por el papa León XII en una encíclica de 1824, los directivos de las instancias diocesanas (canónigos, las tres órdenes religiosas, titulares de las cinco vicarías) respondieron rebatiendo respetuosa pero firmemente al Santo Padre con argumentos que convencieron a su sucesor Pío VIII, logrando abreviar un tanto la larguísima vacante episcopal con la elección en Chiapas (que no la designación), luego ratificada por Roma, del único obispo chiapaneco de la historia: fray Luis García Guillén.

La otra figura es la de los tiempos de la Reforma (caracterizada por obispos santannistas, luego pro Maximiliano) y de la Revolución. Estos obispos dividieron al clero y terminaron expatriados (por su compromiso con la intervención francesa) o titulares de otra sede más envidiable que habían negociado de antemano y desde donde siguieron siendo "administradores" de la diócesis de Chiapas, gobernada a distancia. Los más célebres fueron Colina y Rubio en el siglo XIX, y Orozco y Jiménez a principios del XX.

Se dieron entonces las vacantes más largas, que fueron tiempos fatídicos para Chiapas. El obispo decidía de sus destinos sin contacto con ella (Colina, por ejemplo, era nuncio con residencia en Costa Rica) y propició que camarillas de canónigos inamovibles se eternizaran en puestos directivos atisbando mafias conservadoras normadas por el slogan de "religión y fueros" y aliadas con los militares. Estas dieron su fama de "ciudad levítica" a San Cristóbal, perdiendo así la sede de los poderes que pasaron a Tuxtla, lo que generó rencores y faccionalismos que tardaron décadas en serenarse.

Los auténticos, también aliados del Ejército, y los llamados Amatulis (facción de catequistas del PRI), en colusión con paramilitares, son sus sucesores y los informantes asiduos de la curia romana cuyo saldo es la remoción de Raúl Vera.

Con este instructivo de la historia, Ƒquién dudará que la paz depende del giro que tome la sucesión episcopal?