La Jornada lunes 3 de enero de 19100

Elba Esther Gordillo
El privilegio

La llegada del año 2000, y ser testigos de este momento, es sin lugar a dudas un privilegio que tenemos que valorar cabalmente.

Cuando revisamos la forma en que comenzamos el siglo y la confrontamos con lo que ahora vivimos, el asombro nos embarga y, junto con los naturales temores acerca de lo que vendrá, el reflexionar acerca de las inmensas realizaciones del hombre dan paso a la esperanza.

En 1900, el promedio de vida era de alrededor de los 50 años y la población mundial apenas rebasaba los mil millones; la gente vivía en comunidades rurales y sólo algunas grandes ciudades apuntaban a lo que sería más tarde la constante; las relaciones humanas estaban determinadas por los límites geográficos y la movilidad de la población era la excepción; el desarrollo tecnológico era incipiente y la prevalencia del hombre sobre la naturaleza apenas se insinuaba.

Como parte de los festejos que enmarcaron la llegada del 2000, pudimos constatar que el perfil de lo humano es ya otro y que la vinculación entre los hombres carece de límite. Frente a nuestros ojos, a lo largo de 24 horas y con un despliegue tecnológico sin precedente, entendimos lo que significa el concepto de aldea global y los enormes retos que de ello se derivan.

Sin embargo, no deja de llamar la atención que así como los hombres somos cada vez más universales, en esa misma proporción nos aferramos a lo que nos es propio, a lo que nos diferencia de los demás; a eso que es parte de nuestra piel social y que hemos convertido en razón y esencia.

Mientras más nos integramos al todo, más reafirmamos lo que nos define como sólo una parte.

Cierto, nadie estuvo al margen de ese todo, desde la milenaria cultura china hasta la vitalidad de la del Reino Unido; desde la vigorosa cultura mexicana hasta la portentosa cultura celta; fue la diferencia la que logró la idea de unidad; fue la suma de las partes la que hizo el todo.

Ya nadie podrá estar al margen de ese mundo globalizado e interdependiente que será el sello distintivo del nuevo siglo; cada etnia, cada cultura, cada civilización, está decidida a preservarse y trascender.

También vimos a una población mundial eufórica, alegre, esperanzada. En cada rincón del planeta, al cual pudimos entrar a través de los medios de comunicación, como seguramente sucedió en el seno de cada una de nuestras familias, percibimos un ser humano anhelante en espera de la llegada del tiempo nuevo, consciente de que los retos serán gigantescos, pero confiado en que podrá hacerles frente. Y esa confianza está sustentada en la espiritualidad. La mejor vía para desentrañar la incógnita del futuro es justamente remitirse al espacio en que la esencia humana mejor se expresa y que es el de la espiritualidad.

En la trilogía valorativa está la clave para ir al encuentro del mañana: la decisión de preservar nuestras diferencias, la confianza con la que percibimos el futuro y la decisión de dar plena vigencia a la espiritualidad. Así encontraremos la fortaleza que nos permitirá hacernos cargo de la construcción del porvenir. De ese porvenir que se mira complejo y exigente, pero al cual llegamos en el mejor de los momentos como individuos y colectividad.

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