José Cueli
Viaje alrededor de la cama
La negra noche de fin de siglo fue un anillo saturnal de espejos que giró alrededor de todo el mundo. La negra cantando un canto golondrinero se volvió rezo de la aldea global por más diversión. Rezo antiguo que nuevo se daba en divertido anillo del mundo en la feria de las maravillas. Rezo por la diversión de altura universal, de soltarse alrededor, que, eso, eso es divertirse. En última instancia, viaje, viajes, alrededor de la cama en la feria del pueblo global.
El gran alrededor del mundo nunca rezado con igual potencia, jamás poniendo en él tanta alma. La sombra que yacía muda dentro de la tierra. Lo insólito, lo nunca visto. La televisión disparada en alarido de infinita escala. Espectáculo total, dirigido desde Nueva York, París, Roma, Madrid, Berlín, Moscú pasando por Pekín, Nueva Delhi, Tokio, y El Cairo subía y bajaba en líricas parábolas hiperbólicas, en las que aparecía un México en el que un águila asustada se recogía en un nopal.
En el recorrido, la aldea global televisada se tornaba cuna de soñadora luz y dibujaba castillos y torres, confetis y colores en regiones de infinito, entretejidas de filigranas, descolgadas en las más graciosas curvas, lentas, rítmicas, suspendidas ante tan extraña escena. La médula macabra de la aldea global disfrazada de alegría, daba saltitos cual si saltara una reata con las manos al cielo en hamaca de sollozos sin saber qué de qué, ni qué de nada.
La gran feria del pueblo global alcoholizada tan parecida a la de cualquier pueblo o cualquier cama, nada más que televisada. Bisbiseo general en agonía de distancias y desboque de cercanías. Sorprendido tras una nube se guardó el sol aterrorizado y por supuesto nunca encontrado. La teoría del giro alrededor del mundo renegrido se quedaba perfilada en la Torre Eiffel, que ardía como la nata del agua y luego crepitó chatarra por los muros y las sombras, que se desbordaron en la noche, despidiéndose de la feria de las maravillas.
Ante este grandioso espectáculo en tal punto, a tal hora, a tal minuto, y a tal segundo, los cabales aglutinados en el chupe no llegaron a la Plaza México, regodeados aún en las alturas del viaje alrededor de la cama, que subía, bajaba e iba de un lado a otro en la noche que no se acaba, a tono con los torillos de Rancho Seco, gordos de ponches y rones, que subían, se bajaban, se agarraban al piso, se caían, trastabillaban y veían doble con el son noblote en la embestida. Los toreros sin chispa se vieron desentonados con el divertido ambiente del fin y principio de milenio. Tan desentonado estaba Manolo Mejía que todavía tuvo la ocurrencia de regalar un toro cuando en la plaza sólo quedaban los porteros para cerrarla.