La Jornada lunes 3 de enero de 19100

Hermann Bellinghausen
A qué se le llama distancia

1. El que dijo "Dios ha muerto" también había muerto, pero todavía quedaban varios platicando, a las tantas de la madrugada y sobre un campo de batalla abandonado de copas, botellas, vasos y platos desechables, colillas, cenizas y dos que tres indescifrables charcos tornasolados.

También de hablar se cansa uno, y más si de gritar se trata por encima de la música y el barullo colectivos. Pero siendo ya pocos a esa hora inútil tanto para dormir como para salir, la música había bajado a tono acústico en uno de los últimos rincones del laberíntico edificio, donde se apiñaban los náufragos de la noche, aferrados a la última brasa, para qué irse estando aquí tan a gusto.

Quién sabe qué tanto decían en sus conversaciones con fondo de tambores. Es hora de aclarar que eso sucedía en un país donde el idioma no se entiende. La gente era agradable de todos modos, porque una cosa es el idioma y otra el sentimiento.

2. Así como terminan, las cosas comienzan sin que uno se dé cuenta. Los túneles del ir y venir a lo largo de la noche, más que cubiertos, atiborrados de carteles, pegatinas, graffiti superpuestos, rayones, palabras ilegibles pero claramente escritas, grietas y humedades, habían sido la derivación bronquial de ese gran pulmón repartido por todo el cuerpo, centro sin centro.

En su encrucijada entre el aire abierto de la noche fría y el calor eléctrico de los Ramblers sonando blues y tarantela en la esquina donde el fuelle comenzaba, la noche cualquiera se había unido, espesa, en determinado momento, a una canción lenta, que entre las horas de baile y horas de más baile, los puso a todos quietos, escuchando, canturreando, dándose la libertad de llorar.

Una palabra fue comprensible en aquel canto extranjero. Una palabra, por así decir, universal. Los Ramblers se habían suavizado inesperadamente, sudorosos todavía el tambor, el gordo cantante, el saxofonista de la flauta. Miles de personas se inmovilizaron, ondulando tenues. Como si, contundentes como parecían, desaparecieran.

La palabra que se entendía era "Acteal", y los pocos minutos que duró la canción fueron la única parte triste de la noche. Eran miles ellos, y miles los kilómetros que los separaban, esa noche del planeta, del lugar Acteal que canturreaban. Y sin embargo lo tenían tan cerca, adentro podría decirse, que un viento dulce y amargo atravesó los túneles, los patios, el viejo almacén y el tianguis. Y entonces todas las gargantas rugieron en perfecto castellano, nunca más, y hasta las paredes de tabique térmico y las trabes de acero se movieron unos cuantos milímetros.

3. Había mantas grandes de distintos pueblos y banderas colgando de los polvosos muros, protestas contra la guerra, y nombres propios. En el área del gran almacén convertido en sala de concierto, encima de la plancha de cemento donde transcurrió hasta su fin la tocada que lo mismo pudo sonar en sánscrito, ya sólo quedaban parejas dormidas abrazándose bajo sus abrigos, no habían tenido cómo irse, y ya amanecería.

En el bar de ska estaban apagando luces y servían los últimos tragos. En el billar, alguien roncaba. Afuera, la noche intacta era un paisaje de chimeneas y vías de tren, racimos secos, abandonados por la devastación industrial que trajo el tiempo.

Había que irse. Había calles. Había países.

4. Postal de China. Como los pastizales, como los campos enrojecidos del sorgo, inclinó Li Po el bambú del cuerpo. Haciéndose el muy comprensivo, le cantó a la mujer del marinero con la voz de ella, la fiel: "Ahora, en las arenas, espero al viento". La Ciudad del Rey Blanco había quedado atrás, en una garganta del Río Amarillo. La Roca de Yenyú, a medias del torrente, era la sirena de todos los cuentos. Corrían, para irnos entendiendo, los años setecientos del calendario occidental, lo cual es meramente accidental.

En un día ("una vuelta del sol", diría Li Po, podían navegarse los 300 kilómetros que separaban la ciudad del reino de Chu Tzu, a donde los reyes iban a morir. Las corrientes eran, y son pues los siglos no las cambian, muy rápidas. Pero sólo de ida. Con los ríos no hay de otra. El regreso, quien quería, había que hacerlo a pie, Ƒy quién ha visto a un rey caminar 300 kilómetros? Una vez echados al río, a los reyes no les quedaba sino morir.

La ventaja de Li Po es que no era rey. Bambú al viento, sandalia veloz. Y si no veloz, tampoco importa. Podía regresar por el otro camino, que también es ir.