Ya que se nos va el siglo... Ť

Ť Olga Harmony Ť

Es muy posible que tengan razón quienes sostienen que no es cierto que comienza un nuevo milenio y que todos (desde los gobiernos de los países que usan nuestro calendario hasta el infalible papa católico, que se apresta a celebrar el Jubileo) están equivocados. Qué más da. Todos nos preparamos a acoger como podamos el siglo XXI prometido, en el que ciframos mágicamente nuestra esperanza de cambio, aunque sepamos que en el fondo, a juzgar por los estertores del que fenece, durante un largo rato todo seguirá igual. Las profecías apocalípticas se convierten en un chiste cruel y los milenaristas pueden pasar otro año sin suicidarse, confiados en los que dicen que estas celebraciones se adelantan y se convierten en un espejismo. En un país donde no contamos el tiempo por años, siglos o milenios, sino por cálculos sexenales, todos entendemos que el año próximo será muy, pero muy difícil.

Ya que se nos va el siglo, no está demás mirar hacia atrás sin ira y hacer un mínimo recuento de lo que ha sido en la parcela que cultivamos. Nuestro teatro sufrió el penoso camino de todas las artes hacia la modernidad, entendida ésta como la aceptación de que existían importantes autores más allá de nuestras fronteras. Se dio un hecho curioso: lo que no sólo se aceptaba sino que se aclamaba en algunos significativos pioneros, como fueron las compañías de Virginia Fábregas, María Teresa Montoya o Gómez de la Vega, de ofrecer a autores extranjeros (alguno ya tan olvidados como H.R. Leonormand) que en su momento fueron casi la vanguardia, se criticara como snob al teatro Ulises y su continuador, el teatro de orientación. Quizás la diferencia es que estos últimos suprimieron la concha del apuntador, obligando a los actores a memorizar sus partes, ya que se utilizaban, así fuera de modo somero, las técnicas stanislasvkianas. No hay que olvidar que apenas en la segunda década de este siglo los actores dejaron de pronunciar a la española, lo que constituyó una verdadera revolución escénica.

Casi mediado el siglo se crea el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Escuela de Arte Teatral. Por las mismas fechas se arma gran revuelo en nada menos que la Facultad de Filosofía y Letras cuando se imparten tres materias de teatro en la carretera de letras. Los teatristas dejan de "hacerse en las tablas", estudian en instituciones o talleres y encuentran caminos nuevos para su profesionalización. Se intentan las compañías estables en las instituciones, de las cuales sólo sobrevive, con más pena que gloria, la de la Universidad Veracruzana. Por fin, la vanguardia se asoma tardíamente a nuestros escenarios (aunque no hay que olvidar los montajes de Julio Bracho para la UNAM), a principios del medio siglo, con gente como Alexandro (Alejandro Jodorowski), Héctor Mendoza, Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, entre otros. Si bien se trata de movimientos innovadores que airearon nuestros escenarios, sus secuelas llevaron a grandes excesos, surgiendo la figura del director-dictador, dando lugar a una disputa de décadas, que se dio en todo el mundo, entre el dramaturgo y el director.

La dramaturgia mexicana sufre durante mucho tiempo los embates de los directores de escena. Se abre, poco a poco, a nuevas fórmulas y los cambios generacionales hacen su tarea. De aquellos grandes directores vanguardistas pervive Mendoza, en su búsqueda incesante de nuevos caminos, reconciliados con texto y formador de actores. Los más jóvenes de los autores y los directores, o bien se convierten en uno solo, el dramaturgo dirigiendo sus propios textos, o bien toman acuerdos para el fenómeno escénico. La pugna parece irse difuminando, aunque todavía queden rescoldos de aquellos fuegos.

El escenógrafo se convierte en una figura fundamental, a partir de las temporadas de los teatros del IMSS, inaugurados en todo el país por Benito Coquet. Hoy esos teatros se ofrecen en comodato o en alquiler con restricciones, y dan oportunidad ųsobre todo en la provinciaų para la consolidación de muchos proyectos.

Esto aparece hoy como la disyuntiva. El Estado, léase INBA, aporta escenificaciones de calidad y, a veces, de gran formato. La UNAM, si alguna vez termina el paro, habrá de revisar sus políticas teatrales. Pero muchos teatristas bucean en busca de nuevas formas de producción en espacios o tiempos reducidos. Al mismo tiempo, algunos productores privados intentan unir la taquilla con un teatro casi de arte o nos regresan al fastuoso musical, tipo El fantasma de la ópera, que no se veía desde los tiempos de Manolo Fábregas. El siglo se nos va y todo aparenta un eterno retorno.