La Jornada viernes 24 de diciembre de 1999

Víctor M. Godínez
Enseñanzas de San Lázaro

Son varias las lecciones que deja como saldo la disputa presupuestaria que tiene lugar en la horrible mole de San Lázaro que aloja a la Cámara de Diputados. La de mayor envergadura es quizá la incapacidad de las fuerzas políticas representadas en los poderes Ejecutivo y Legislativo para dirimir sus diferencias. Un examen objetivo de los dos proyectos de presupuesto que se han estado debatiendo entre las huestes del gobierno y las de las oposiciones mostraría que, desde el punto de vista cuantitativo, son menores las distinciones entre uno y otro. En sentido estricto, la controversia ya no es de orden técnico, y lo que parece estar en juego para las partes no es "el interés de México" (como dicen al votar los diputados, ufanos e inconscientes del ridículo en el que incurren), sino cálculos políticos, defensa de supuestos principios de autoridad, ortodoxias de todo tipo, cobros de cuentas y mucha intolerancia.

Al filo de este proceso --como ocurre tantas veces en las lides políticas entabladas a partir de posiciones irreductibles-- las palabras han perdido su valor. Con tal de "ganar" alguna batalla, y ante la falta de argumentos reales y sensatos, los actores de este sainete, que está a punto de convertirse en drama, se han atrevido a decir lo que sea; por ejemplo, aducir que casi cualquier modificación de las cuentas doctorales de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público conduce inevitablemente a la "crisis", o repetir como un disco rayado que se busca un presupuesto de "consenso", cuando es evidente que lo único que se ha evitado en estos días es, precisamente, facilitar la condescendencia entre las partes. Una devaluación similar de las palabras está ocurriendo en el majestuoso Palacio de Minería entre el CGH y los representantes de la rectoría de la UNAM cuando invocan, a cada frase, su intención de "diálogo".

A la tecnocracia le resulta inadmisible que los ignaros (es decir, todos aquellos que no son reconocidos corporativamente como expertos de su misma especie, las aves que no son de su plumaje) mancillen su santuario. En democracia, esta actitud es a la vez inaceptable e inadmisible. Combinada con un proceso legislativo e institucional muy defectuoso y poco práctico para diseñar y aprobar el presupuesto federal, tal actitud conduce a un bloqueo político legislativo (o "empate técnico", como se han lanzado a decir los comentaristas de radio y televisión, cuyos aportes a la desvaloración del lenguaje son, valga la paradoja, inapreciables).

Los diputados, por su parte, siguen legislando el presupuesto sin contar con un órgano técnico --permanente, profesional, al servicio del Congreso y autónomo de las fuerzas políticas-- que provea de elementos de análisis objetivos e independientes su toma de decisiones en esta materia, que es, como se sabe, facultad exclusiva de su cámara. Salvo contadas excepciones, la mayoría de los diputados de todos los grupos parlamentarios vota el presupuesto por consigna y sin verdadero conocimiento de causa. Esto no es grave en sí mismo, pues los diputados no tienen por qué ser expertos en éste ni en ningún otro campo del conocimiento (les basta, y así está bien, con haber sido electos con el voto popular); el problema es que el Congreso, en tanto que institución de la república, carece de los mecanismos de apoyo técnico necesarios para que los legisladores realicen de manera eficiente su labor. La única información presupuestal que pueden analizar es la del gobierno, y ello en plazos que impiden realizar un examen serio de las propuestas que tienen ante sí (por ejemplo, las consecuencias a futuro de una modificación de la estructura y el nivel de las erogaciones federales). Mientras el Congreso fue una caja de resonancia del Poder Ejecutivo el trabajo legislativo no requirió apoyo de servicios técnicos, pero ahora es necesario reforzar sus estructuras creando instancias especializadas similares, en este caso, a la Oficina del Presupuesto del Congreso estadunidense.

Queda, por último, como mensaje de fin de siglo, la necesidad de desterrar el repugnante y a un tiempo vergonzoso espectáculo de los diputados venales. Su mera existencia dice mucho (para mal) de los métodos de selección de candidatos de los partidos políticos, del uso discrecional de los dineros públicos (a los que, según parece, quienes pueden, tienen acceso ilimitado) y del bajo talante de quienes intervienen en la vida pública de México. La política podría y debería ser una actitud más digna para todos.