La Jornada lunes 20 de diciembre de 1999

José Cueli
Los toros de Aguirre y Caballero

El cielo entoldado de nubes cenicientas, bajo, dejaba caer una luz suave plateada de cerveza espumeante. Un sol encerrado por jirones de niebla se desgarraba lentamente en los desiertos tendidos, dejando el guión más seguro para seguir los azares de la corrida. Aguja marinera en el océano confuso de la plaza que, según las horas, se nos ofrecía en diferentes expresiones y líneas impensadas, sobre todo con matices de colores diversos, ante la verdad de los toros de Rodrigo Aguirre.

La caída de la lluvia cervecera se coloreaba de oro en la noche obscura y parecía que se hundía en la profundidad de la cara de los toros. La hora crepuscular sugería la idea de plenitud y eternidad colocada a tono con el toreo de Manuel Caballero. Mágica plaza donde el espíritu del torero halló su centro de gravedad y percibió indistintamente los latidos de los toros, cuando el torero de Albacete se hundía en la profundidad del ruedo. Los olés largos al vuelo de su vibrante son, le permitieron comunicarse con la tradición torera mexicana y fundirse en la ola vital de nuestra historia.

Cómo hundió su muleta Manuel en el ruedo y nos encandiló el espíritu. La luz vibrante del movimiento de su tela nos aturdió. Después advertimos que un silencio sagrado se apoderó de la afición y la penetraba y absorbía. Fue un instante de transporte, de arrobo. Hasta que gradualmente los ojos y el espíritu fueron recobrando la facultad de discriminación y plena contemplación del toreo seco, macho de Manuel.

El toreo del español era nerviosismo inefable compuesto de luz, colorido y movimiento calmado. La muleta se extendía al envolver a los de Rodrigo Aguirre para ocultar sus destellos y defectos y había un silencio de infinito en la plaza. Se sentía una impresión de quietud trascendente. Un misticismo meridional en la placidez del toreo al regodearse de cierta voluptuosidad de éxtasis. La faena en la hora crepuscular sugería ideas de plenitud, de eternidad colmada.

Manuel Caballero, regio y altivo, hasta la exageración, sombrío hasta la grosería, escondido en la soñadora mirada melancólica, toreaba en la augusta y sugestionadora grandeza de su sencillez, expresada en su manera de ser y torear. Con la virilidad de la raza y la exaltación sentimental de su torería, desprovista de sensibilería y artificios. Lástima que malograra su faena al cuarto toro con la espada, a pesar de que los pinchazos fueran en lo alto.

Como en lo alto fue la estocada al primero.

Los toros de Rodrigo Aguirre, bien presentados, unos más serios que otros, nos mostraron las carencias técnicas, y, lo más grave, de valor, de Miguel La Hoz y Alfredo Gutiérrez y el oficio y poderío de Manuel Caballero.