La Jornada lunes 20 de diciembre de 1999

Hermann Bellinghausen
El mejor silencio

El ruido de la sierra sonaba demasiado lejos para ser cierto. El bosque que serraba, si alguno, entraba en los linderos los sueños de olvido.

Habían caminado un rato de varias horas anoche, cuando toparon un techo de tejas, muros de adobe y vigas de palo suficientes para colgar las hamacas. Han de haber sido unas 24.

Esa mañana, por ser temprano, afuera cantaban pájaros de todos los tamaños.

La mayor parte de los caminantes, en cierto modo peregrinos, ya tomaban caldo de conejo merodeando el fogón viejo por ellos resucitado, las tazas calientes entre el cuenco de las manos y el vaho reparador quitándoles de la nariz lo colorado. Lucían animosos, descansados. No hablaban. El silencio podría parecer espectral pues eran tantos. Uno pensaba en el recato de las iglesias, las salas de espera y los bancos. No era el caso, y la única bóveda era la celeste.

Esa gente sí habla, pero de preferencia cuando va caminando. Así que lo normal es que por las mañanas permanezca callada.

Las hamacas colgaban solas, vacías, de las vigas del largo cuarto, parte de una casa abandonada que sus constructores, por lo visto, no terminaron. Eso sí, el adobe por dentro lo habían encalado.

La ''V'' de la victoria del bosque de hamacas lánguidas, pues desocupadas eran la ''V'' de victoria sobre el sueño, la oscuridad y la persecución repetitiva de los astros. Muchas hamacas para tan poco espacio, por eso la habitación, cuando despertó el último, seguía tibia, después de dormir ahí el calor humano.

Irina leía, sentada en el suelo, apoyada en la puerta abierta, más afuera que adentro, con la taza de caldo a un lado. El último no quería desperezarse, como abandonando los músculos a su condición latente otro ratito aunque sea.

Un canto, más bien un traqueteo eléctrico, un telégrafo, una especie de melodía reducida al mínimo, como entonada sólo por el esqueleto de un pájaro, le llamó al último los ojos hacia una esquina, entre el borde de tejas y el muro blanqueado. Y sí, allí estaba el pajarito rechoncho y nervioso, raya gris y café que cruzó veloz al otro extremo esparciendo el chisguete de su garganta.

Sin levantar los ojos del libro, como no mirando, Irina alzó la voz:

ųƑYa viste?

Los del fogón no podían escucharla, pero sólo se dirigía al último, que inmerso en la red donde había dormido seguía, moviendo la cabeza, los desplazamientos de la minúscula ave de melodía inusual, rítmica y, si no fuera porque el canto de las aves es intemporal, uno diría que moderna.

''Tres balas de almedra verde tiemblan en su vocecita'', citó la memoria con dulce voz.

El último volteó hacia la mujer en la puerta, tratándoles de creer a sus oídos. Irina levantó y viró la cabeza hacia el que asomaba su cabeza de avestruz en el lío de hilos, cobijas y ropas arrugadas que le cubrían, informes, el cuerpo despertando.

ųƑHabías oído cantar algo tan raro en un pájaro?

ųNo es pájaro, sino pájara ųdijo ella.

ųƑCómo sabes?

ųPorque no tiene gracia. Mírale qué plumas tan más sin chiste, mira su cuerpo de pelota. Si en vez de ser ella fuera él, tendría plumas adornadas, cola de tijera y un talle espléndido de largo. El bonito es el macho.

ųAl revés de los humanos ųdijo el último, tratando de sacar provecho a la información ornitológica.

ųƑEs envidia, o te estás burlando? ųresplandeció desde la puerta Irina con desparpajo.

Ya venían los primeros a descolgar las hamacas, alzar el chivero y seguir caminando. Era mejor que el último saltara a tierra, fuera por su taza de caldo, su puñado de sal, y descolgara también su hamaca.

ųPero, Ƒy el canto? ųquiso conocer la diferencia el último.

ųAh, pero y el canto ųironizó Irina, se hizo a un lado para que pasaran los primeros y siguió leyendo.

Faltaban días de bosque y cerros antes de llegar al océano, sus pescaditos, sus buques, su bahía y sus acantilados. Ya tendría tiempo el último, en próxima conversación, de averiguar si las plumas vanidosas de los machos arreglan el canto o lo echaban a perder.

La sierra se hizo inaudible. Los peregrinos callaban. La mañana estaba en poder de los pájaros, que son el mejor silencio.