No sé cómo llamarlo, pero vivimos en México una especie de sarampión democrático, una enfermedad infantil del democratismo que consiste en convertir cualquier asunto en una comedia de enredos. Véase si no la última argucia --genial, según algunos listos-- de los publicistas que ahora dirigen al partido blanquiazul en el tema de las boletas electorales.
Para darle vida, color y nombre a su alianza con el Partido Verde, los publicistas decidieron colocar una composición en la que aparece en su esplendor la efigie victoriosa de don Vicente. El chiste es que ese emblema, dicen, no contraviene las disposiciones que al respecto marca la ley, aunque contradiga ostensiblemente los principios de igualdad que deben prevalecer en todo tiempo sobre el oportunismo y las chicanadas.
La ley presupone que los partidos se identifican mediantes símbolos, pues eso son precisamente los emblemas: representaciones o imágenes de algo tan inmaterial como pueden serlo la patria, los partidos, o el Dios de todas las religiones. El emblema representa los atributos superiores de una comunidad que se reconoce e identifica en ellos. Poco importa la forma específica que adopten, las formas, los colores y los motivos que incluye --el león o el águila, la rosa o el nopal, la cruz o las chivas del Guadalajara--, siempre y cuando su valor simbólico sea aceptado por todos y, en el caso, cumpla con los requisitos de ley.
Cada quien es libre de poner sobre su puerta el emblema que se le antoje, pero, en rigor, la última propuesta panista parece una burla al buen sentido de sus amigos y simpatizantes que no imaginaban hasta qué punto los amigos de Fox iban a comerse al partido. ¿Alguien cree honestamente que la fotografía de don Vicente alzando los brazos al cielo es la representación simbólica de una alianza que, justamente, se caracteriza por reunir a dos partidos con distintas identidades y, por lo mismo, con emblemas propios y diferentes? No me opongo al realismo fotográfico en los emblemas: un escudo panista con sabor histórico y solera podría ser la efigie estilizada de Gómez Morín, dicho con todo respeto, pero el método de asumir como signo emblemático a un caudillo en vida sólo lo habíamos visto en Corea con Kim Il Sung o, si no queremos ir tan lejos, con Franco en España, cuya imagen aparecía en todas partes: desde las monedas hasta los sellos del correo. Quién quita, si cuando gane Fox no aparecerá también en los billetes o en los boletos del metro.
La decisión de colocar la fotografía de Fox en las boletas se hizo con premeditación, en el último minuto, de tal manera que nadie pudiera imitarlos ni cuestionar la legalidad del emblema. Es un acto ventajista que no debiera darse en buena lid. El PAN, siempre cuidadoso de las formas, convierte un signo de identidad en mera propaganda que ha de hacerse efectiva cuando la ley impide, justamente, que se realicen tales acciones proselitistas: al votar. Aseguran los expertos que no se viola la ley, pero ninguna consideración de orden jurídico debería hacernos olvidar que la ley fue concebida para proteger a los ciudadanos de las ocurrencias o los caprichos de última hora que en este terreno son una plaga incontrolable.
Que el Código Federal es en éste, como en otros puntos, muy poco preciso, no hay duda; pero hay un principio que no puede soslayarse: asegurar a todos los participantes las mismas condiciones y oportunidades, lo cual no ocurrirá si el PAN convierte la boleta en un simple volante de campaña. La ley electoral está concebida para otorgar transparencia a las elecciones asegurando a todos los participantes legalidad e igualdad, no para premiar abusos de leguleyos. Así sea.