Gilberto López y Rivas
Chiapas: la cotidianidad de la contrainsurgencia

Una vez más, las visitas recientes a Chiapas del presidente Ernesto Zedillo y del secretario de Gobernación Diódoro Carrasco confirmaron que el instrumento local de la estrategia de contrainsurgencia, Roberto Albores Guillén, continuará en el poder Ejecutivo del estado, pese a sus reiterados excesos, provocaciones y violaciones a la ley.

Este apoyo es un paso más en la profundización de las contradicciones en la región y un signo inequívoco de que el doctor Zedillo no tiene voluntad política para darle una salida al conflicto por la vía del diálogo y la negociación. La realidad de los hechos y de las acciones de los gobiernos federal y local se impone a la retórica oficial de las frecuentes declaraciones en los ámbitos nacional e internacional. La propuesta de Gobernación para reiniciar el diálogo, a la luz de lo que realmente se hace y no se hace, queda como letra muerta de la demagogia presidencial.

A casi seis años del inicio de la rebelión maya zapatista, se continúa con la política de administrar el conflicto, desgastando militar, económica y políticamente a las comunidades indígenas que constituyen las bases de apoyo del EZLN. El incremento de retenes, campamentos, convoyes de vigilancia, vuelos rasantes, construcción de carreteras de penetración militar, cateos, interrogatorios, elaboración de listas negras y redes de liderazgo, rumores, amenazas, acciones de diversionismo y penetración de la sección segunda del ejército (inteligencia militar), actividades de hostigamiento, ataques de paramilitares reclutados en el partido oficial, manejo faccioso de los recursos gubernamentales; esto es, toda la amplia gama de acciones contrainsurgentes que conforman la cotidianidad de los indígenas que han adoptado la rebeldía del zapatismo, obviamente que hace mella sobre los niños, los hombres y las mujeres de los pueblos y las comunidades de la zona del conflicto.

Se trata, como han intentado las guerras de contrainsurgencia de este siglo, de quebrar la moral, corromper las conciencias, inocular el miedo y la delación, vencer el colectivismo, la disciplina y la solidaridad que prevalece entre los miembros del movimiento insurgente; aislar a éste de sus bases de apoyo, provocar la disidencia interna.

Esta es la cotidianidad de la contrainsurgencia que los medios no publican, acostumbrados como están a que la nota periodística se integra con hechos o acontecimientos extraordinarios o singulares. Durante estos seis años, el régimen militar ha logrado trastocar la vida diaria de miles y miles de indígenas y ha hecho pasar por ``normal'' la virtual invasión de soldados y policías de sus tierras y territorios, al grado de que algunos analistas y no pocos políticos consideran la presencia masiva del ejército no sólo ``natural'' sino incluso ``necesaria''.

Chiapas y la guerra que no existe han pasado a ocupar un lugar secundario en la atención de la elite política del país y sólo se recuerdan cuando la mirada sensible de Saramago destaca la obstinada persistencia de la dignidad rebelde ante el cerco y la agresión; o cuando la observación pertinente de Robinson señala la sistemática violación de los derechos humanos de los pueblos indios con los procesos de militarización.

Nuevamente se ``naturaliza'' la condición indígena con toda su crudeza y dramatismo. La rutinaria mirada del otro como el eterno sujeto víctima, minimiza los procesos del etnocidio militarista y, por omisión, provoca la complicidad.

Seis años de guerra y las causas que dieron origen al conflicto aún siguen lacerantes y agravadas ahora por la ocupación militar. Lo que el poder intenta es demostrar que se paga cara la rebeldía, y que sólo la sumisión produce los dividendos de la caridad gubernamental en su lucha contra la pobreza extrema.

Aun así, no se han arriado las banderas ni se ha pedido tregua. También la rebeldía mantiene la coherencia de su cotidianidad.