Si algo parece avizorarse, a partir del momento presente, del futuro inmediato de un sector de nuestro teatro, es que los teatristas pugnan por buscar nuevas formas de llevar a la escena sus proyectos sin necesidad de recurrir en todos los casos a los apoyos institucionales y sin contar con grandes recursos de producción. Rodrigo Johnson extrema la fórmula y escenifica en el breve espacio que es la sala del departamento en que habita la tragicomedia de David Olguín Cartas a mamá basada en un guión radiofónico, Voces de familia, de Harold Pinter. Aprovecha sus muebles y coloca en el centro una vieja tina; la iluminación, excepto algún reflector, está diseñada por el propio Johnson con las lámparas caseras que, incluso como es el caso de la actriz Evelyn Solares, prende y apaga ella misma en sus escenas. Hasta las máscaras de una colección indudablemente suya son aprovechadas como la del diablo -muy evidentemente colocada fuera de su lugar habitual-. El experimento resulta muy interesante y contrastado el efecto de esa producción que se podría considerar artesanal con el elenco de profesionales que aparecen en la escenificación.
No conozco el guión de Pinter, por lo que no puedo comparar con el texto final de Olguín. Probablemente la mayor diferencia estribe en el lenguaje que conserva sólo en algunos momentos las elusiones pinterianas y sus reiteraciones, como ese ``¿Quieres una taza de té?'' con que Jane responde preguntando a los directos cuestionamientos de Tommy. Sea como fuere, la obra conserva muchos de los elementos que los críticos reconocen en el teatro de Pinter, sobre todo en sus ``comedias de amenaza''. Está la descomposición del mundo cotidiano y de las relaciones familiares en un juego de realidad-irrealidad en el que existe un peligro venido de fuera; el cuarto acotado que se ve como refugio y que aquí acentúa el aspecto freudiano, que algunos estudiosos quieren ver como vuelta a la matriz, con la tina de agua tibia. Está la falta de motivaciones claras de los personajes, la falta de protesta del protagonista ante su posible destrucción, la sumisión y el juego de poder, la ambigüedad de identidades, la crueldad, el anhelo de antiguas grandezas, la burla a las instituciones. Cualquier cosa que llegara a faltar en este catálogo pinteriano, está en este texto. Sin duda el talentoso David Olguín lo tomó en cuenta para escribir su tragicomedia.
Es la primera vez que convence plenamente el trabajo escénico de Rodrigo Johnson. Esta vez respetó el material que tuvo entre manos y lo dirigió en el tono realista que contrasta de manera excelente con la irrealidad que irrumpe por momentos y que se manifiesta hacia el final, sin intentar un juego escénico que no esté al servicio del texto (excepto pequeños detalles, como los anteojos absurdos que en una escena usan la madre y el señor Riley). Johnson hace gala de un bienvenido rigor en la lectura de la obra, el trazo escénico y la dirección de actores que tienen, empero, las naturales discrepancias en cuanto a su desempeño.
Rodrigo Vázquez, como Tommy, ofrece una de sus más sensibles actuaciones y, sobre todo en su escena de desnudez en la tina, se convierte en un ser vulnerable y extremadamente convincente, Evelyn Solares, pausada y contenida como la mamá contrasta con el histérico parloteo de Laura Sosa como la señora Whiters. Muriel Fouilland, bella, atrevida y graciosa como Jane. En cambio, los otros tres actores realizan un trabajo que en otras épocas apenas merecerían el calificativo de ``cumplidos''. Lástima, porque el personaje del señor Riley tiene una fuerza que Luis de Icaza desaprovechó.
Muy lejos de ser una propuesta de teatro casero, a pesar de darse en una casa particular (y no obstante del deambular de la linda gatita blanca de Rodrigo, que tiene el muy gracioso nombre de María Conesa, como se especifica en el programa), esta nueva experiencia de la Compañía Perpetua es muy lograda y abre resquicios a nuevas formas de hacer teatro ``en tiempos de pérdida, de pérdida de espacios, presupuestos y espíritu'', como afirman sus hacedores.