Independientemente de que ostenta un Nobel de Literatura, distinción valiosa, aunque menor a otras de sus cualidades, José Saramago es un supremo artista y dueño del ingenio que lo ha colocado, en vida, entre los vicarios de un olimpo selecto, el de Palas Atenea y las musas clásicas. Su palabra magistral aquí y allá, en Bellas Artes o en Chiapas, junto a los zapatistas que hablan con la voz del subcomandante Marcos o al lado de Elena Poniatowska -lo hizo con razón el más querido nobel entre todos los premios nobel-, embelesó a quienes presentes y ausentes lo cubrimos con vivas y aplausos cuando declaró: ``aunque comulgo con el comunismo, cuando vengo a este país soy zapatista''. Más que la lectura de El Evangelio según Jesucristo o de Historia del cerco de Lisboa, su ser zapatista en México lo hizo para nosotros entrañablemente mexicano. Y precisamente por sus muchas virtudes, que lo igualan al León Tolstoi de La guerra y La paz, al profundo Chejov o al desesperado Dostoievski de Los Hermanos Karamazov, al inmaculado Tomás Mann de La montaña mágica, y a otros gigantes del Espíritu, es difícil entender y aceptar el significado de sus aseveraciones sobre la sociedad enferma. En un momento de su cátedra, Saramago rememoró a la anciana y a la niña que con un lazo retuvieron el automóvil; ``se acercaron a las ventanillas y dijeron: `tenemos hambre, denos comida, dame todo lo que traigas'... Me dicen que episodios como este ocurren en todo el mundo. Entonces, es que el mundo está enfermo. Con todo respeto, digo que no está enfermo el Estado ni el sistema, ni el gobierno, ni los partidos políticos. No, la que está enferma es la sociedad civil'' (La Jornada, no. 5480); y esta última aserción obliga de inmediato a pensar, o sea, a negar, pues pensar, así lo postuló Hegel, es pensar negativamente en el supuesto de que el juicio crítico por ser crítico es negación de un statu quo. Salta de manera obligada una indispensable pregunta: ¿qué se quiso decir cuando se dijo que la sociedad civil está enferma?
Quizá la mejor respuesta es el concepto de sociedad unilateral en Herbert Marcuse, o sea, una sociedad que acepta al interior de sí misma la opresión de una autoridad que se ostenta como su personera sin que tal representación se corresponda con lo cierto, pues en verdad tal autoridad no es más que un agente al servicio de las elites del poder económico. En estas condiciones, la sociedad enferma, al perder virtual y actualmente su capacidad de insubordinación contra la imposición, configura con exactitud la idea de sociedad unilateral. Ahora bien, los pueblos de nuestro tiempo malgret tout, se muestran suficientemente saludables para no necesitar la atención urgente de redentores inútiles . Veamos el ejemplo de México. ¿Acaso la rebelión de los zapatistas chiapanecos y el generalizado apoyo que han recibido de sus contemporáneos no es prueba inobjetable de la aptitud critica de la sociedad mexicana?, y ¿no tiene el mismo significado la lenta y creciente oposición de amplios sectores de la sociedad civil y política al presidencialismo autoritario que pretende reproducir y ampliar los privilegios de los grupos que bloquean la liberación del país? Pensemos en otras partes. La reciente protesta en Seattle contra la reunión de la Organización Mundial del Comercio fue una negación de las personas contra las estrategias que a nivel planetario buscan reafirmar no sólo el dominio de los menos sobre los más, sino muy especialmente el amenguamiento y aniquilación de los valores humanos que frenan el triunfo de la barbarie sobre la civilización. Con optimismo debe reconocerse que lo de Seattle y Chiapas es síntoma afortunado de la contraunilateralidad registrada en pueblos de todos los continentes; y esta lozanía colectiva, que nada tiene de patológica, de algún modo se refleja en El año de la muerte de Ricardo Reis, el otro Fernando Pessoa, cuando se consideran dos personajes de la novela de Saramago, Lidia la recamarera y Daniel el marinero; estos simbolizan a la sociedad civil que en su oportunidad de opuso y aún se opone a cualesquiera formas de salarización, nazificación, fascisticación, stalinización o totalitarización de la conciencia humana, personajes esos, Daniel y Lidia, que contrastan con el propio Ricardo y la delicada Marcenda, cuya huida los margina de la historia. Marcenda enfermó al ocultarse para siempre en Coimbra antes de volver a besar apasionadamente a Fernando, y este también enfermó al marcharse hacia donde no hay mar ni tierra alguna, mientras en Lidia crece el hijo de ambos y Oliveira Salazar dinamita a los que en la novela lo niegan y en Portugal lo destronan. Vale entonces insistir en la pregunta: ¿quién es el enfermo, el Estado, el sistema, el gobierno o la sociedad? Con humildad, dejamos la respuesta a nuestros lectores.