En Seattle, Washington, la semana pasada se dio la primera batalla de la guerra del siglo XXI. Obreros de Boeing Corporation (el mayor exportador estadunidense y anfitrión de la reunión), miembros de mil 200 ONG, granjeros europeos y estudiantes entrenados en el difícil arte de la resistencia civil, intentaron impedir (o por lo menos obstaculizar) el inicio de la Ronda del Milenio de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Los ministros de las 135 naciones participantes, y los propios directivos de la OMC, chocaron contra 50 mil manifestantes que lograron su objetivo desestabilizador (la reunión concluyó sin agenda). La muchedumbre acaparó la atención mundial. Pero, además, retrasó tres horas la inauguración del evento, ocasionó el cambio temporal de la sede y obligó al gobernador a decretar el toque de queda bajo la mirada amenazante de una fuerza represiva de mil 500 policías antimotines y elementos de la Guardia Nacional. Finalmente, un Bill Clinton con gran sensibilidad política amonestó a los conferencistas: ``¡Escuchadles!: están tocando a vuestras puertas''. El mismo día, disturbios similares paralizaron la ciudad de Londres en solidaridad con los manifestantes de Seattle.
En el contexto del dogma neoliberal la OMC es, por supuesto, la consagración de la economía de mercado. Pero la Ronda del Milenio va más allá: pretende ser el último clavo del ataúd que enterrará las escasas restricciones existentes contra el libre comercio. Por eso los disturbios de Seattle no constituyen una mera casualidad, son el reconocimiento popular de que frente al adelgazamiento del Estado y al debilitamiento progresivo de los partidos políticos (consecuencias inevitables de la globalización), la batalla en esta nueva guerra santa --la Jihad contra el empobrecimiento y la desigualdad social-- la tiene que dar el ciudadano de la calle (o, como diría Saramago, el hombre de a pie). Jihad vs. McWorld es el afortunado título de la obra de Benjamin Barber, para quien las fuerzas de la globalización (empeñadas en convertir al mundo en un inmenso mercado de consumidores apátridas) y las del fundamentalismo (religioso, político, étnico y ecológico) están involucradas en una guerra sin cuartel que terminará por socavar al Estado: el único marco posible para el florecimiento de la democracia.
Para Barber, el ciudadano común se enfrenta a un grave predicamento: abrazar el mundo McWorld (y fundirse en una masa amorfa de consumidores anónimos) o buscar un reducto de identidad personal en alguna ``causa justa''. En ambos casos, el hombre parece condenado a perder su identidad nacional. Y sin ciudadanía, el autor se pregunta desolado, ¿cómo podría darse la democracia?
En un incisivo artículo sobre el tema, Luis Hernández Navarro (La Jornada 2/12/99) reconoció que la destrucción del viejo Estado-Nación ha producido millones de excluídos que dividen al mundo en globalizadores y globalizados, estos últimos, en plena rebelión planetaria. Sin embargo, de no encontrar una alternativa a la revuelta anunciada por Hernández Navarro, el momento histórico actual, definido por Barber como ``postcomunista, postindustrial y postnacional'', podría ser, además, ``terminalmente postdemocrático''. En consecuencia, es necesario fortalecer al Estado: la única institución capaz de reducir la desigualdad social, como premisa fundamental para aspirar a la nueva democracia.
Los globalizados de Seattle lograron descarrilar algunos meses la Ronda del Milenio. Buscan democratizar la OMC para arrebatar la agricultura, los derechos laborales y la defensa ecológica de las garras del capitalismo salvaje. Aunque, por lo menos en el área de la protección ambiental, las preocupaciones de los ecologistas modernos hayan sido expresadas con anterioridad en 1855 en la famosa carta dirigida por el jefe Seattle al presidente de Estados Unidos, en respuesta al ofrecimiento de compra del exuberante territorio ocupado por los indios suwamish en lo que hoy es el estado de Washington. El jefe indio advirtió con sabiduría milenaria: ``el apetito insaciable del hombre blanco irreparablemente devorará la tierra, dejando detrás de sí un desierto triste y solitario''. El problema es que ahora el ``hombre blanco'' pretende devorar con igual apetito la cultura, la dignidad y las fronteras nacionales.