Astillero Ť Julio Hernández López
Con su muerte, María Esther Zuno de Echeverría ha abierto, en un momento muy oportuno, la posibilidad de hablar sobre las esposas de los presidentes, que suele ser otro de los temas tabú de la política mexicana (al menos mientras los cónyuges están en el poder).
Doña María Esther (a quien gustaba que le llamaran compañera) será siempre recordada como una mujer trabajadora, sencilla, nacionalista y comprometida con sus ideas. Su amor por lo mexicano le asignó en la percepción popular un casillero del que, en todo caso, provenían algunas de las críticas o las burlas que en vida se le hicieron. Sus excesos eran los colores y los sabores mexicanos, las texturas de sus regiones, la predominancia de lo nativo frente a lo extranjero, las aguas de horchata y jamaica en las fiestas presidenciales, los trajes de tehuana como aquel con el que fue enterrada.
Pero nunca fue acusada la esposa del presidente Echeverría de las frivolidades, los derroches, los desplantes de nueva rica, las liviandades, las injerencias o las debilidades que se les han achacado a otras.
Por ello, sin duda, el caso de la compañera María Esther puede ayudar en estos momentos a plantearse lo que la salud republicana necesita de quien llegase a acompañar al próximo presidente.
Reflexión a buen tiempo
Lo primero que se debe apuntar es el hecho (que no debería ni siquiera ser mencionado, pero que al parecer es una de las desviaciones que lleva a las llamadas primeras damas a cometer pifias mayúsculas) de que las facultades asignadas por los ciudadanos a sus mandatarios son personales e intransferibles
Sin embargo, en México el poder es tenido como patrimonio personal y familiar, de tal manera que, con gran frecuencia, el arribo de un ciudadano a Los Pinos es entendido y ejercido como fuente de enriquecimiento y de abusos por parte de los políticos triunfadores (el presidente y su camarilla) y por parte de sus familiares, entre ellos de manera especial su esposa, y la familia de ésta.
Riesgos y malos entendidos
Podría resultar muy desagradable hacer aquí un recuento de los episodios sórdidos en los que a veces se han visto envueltas las esposas de los presidentes, y por ello es preferible dejar a la memoria de cada lector la enumeración de casos conocidos.
No se trata, desde luego, de pretender que se conviertan en objeto decorativo las esposas de los mandatarios (y es necesario hablar en femenino porque hasta ahora no ha habido presidentas de la república, y en los pocos casos de mandatarias estatales, salvo Dulce María Sauri, no siempre ha habido un hombre como compañero de viaje).
Por el contrario, y retomando el ejemplo de la señora Zuno de Echeverría, se trata de que cada cual viva a plenitud sus propias convicciones, pero sin pretender encaramarse al electo, sin creer que se puede desarrollar un proyecto alterno, complementario o rector, pues el voto ciudadano que da el poder sólo vota por el candidato, no por su esposo o esposa.
Fox, eventual presidente, virtualmente soltero
Las reflexiones a las que mueve la muerte de doña María Esther pueden tener, además, una gran valía por el momento en el que se producen. Junto con los cambios acelerados en la contienda partidista por el poder, se ha dado una variación importante en el punto de las esposas de los candidatos a presidente. Desde el caso inusual de Vicente Fox, que vive separado de su esposa aunque sin divorcio de por medio, practicantes católicos como son ambos, Fox sería, en caso de triunfar, un presidente virtualmente soltero. Otro detalle familiar diferente es el hecho de que el guanajuatense no tiene hijos biológicos, sino adoptados. Ambos aspectos, por lo demás, parecen formar parte de una equilibrada fase íntima de la personalidad de Fox, quien lleva de manera ejemplar la relación distante con su esposa y la muy cercana con sus hijos. Inclusive, puede decirse que Vicente es un político ajeno a los escándalos, salvo los escarceos --más de prensa que de veras-- que ha sostenido con Lucía Méndez, y que ha llevado a más de un foxista a sospechar si no habrá tras de ese forzado coqueteo una maniobra política. No falta quien dice que otra de las ventajas de elegir a Fox sería el hecho de que no habría primera dama.
La esposa de Cuauhtémoc Cárdenas, Celeste Batel, ha ganado un gran respeto. Acompaña a su esposo a ciertos actos y giras, pero no toma lugares o actitudes que no le correspondan. El político, el polémico, el controvertido, el de las declaraciones, el de los conflictos, es Cárdenas. Con frecuencia, en actos públicos se le ve junto a otra mujer que ha sabido sobrellevar con dignidad los altibajos de la política, como es doña Amalia Solórzano.
Las esposas de los priístas
En el PRI, sin embargo, los vientos del cambio también han alcanzado el espacio de las esposas.
La de Roberto Madrazo, Isabel de la Parra, ha sido duramente atacada en importantes pláticas privadas y en documentos anónimos que han circulado ampliamente. La presunta relación que habría tenido la actual esposa del tabasqueño con uno de los hijos de Carlos Hank González ha dado materia suficiente para la especulación candente. Unas cuantas semanas antes de la elección interna priísta, se aseguró que la señora De la Parra se había reunido con la actual esposa de Carlos Salinas de Gortari, Ana Paula Gerard, presuntamente para negociar apoyos económicos para la campaña interna del tabasqueño. Madrazo presentó una demanda penal contra el columnista que dio por cierta la versión. A la fecha no se han aportado pruebas de que el presunto encuentro se hubiese dado realmente.
Y hemos llegado al punto donde aparece la esposa de Francisco Labastida Ochoa, la señora Teresa Uriarte. Contra las tradiciones políticas generales, y del priísmo en particular, ha tomado un papel muy activo. No sólo en la muy válida promoción de la candidatura del ciudadano que ella cree que sería el mejor presidente, y que es su esposo; no sólo en el acompañamiento solidario en actos y giras sino, con frecuencia, mediante la adopción de una actitud de protagonismo personal, en la que igual puede externar puntos de vista políticos muy precisos o puede tomar el micrófono en un acto público para apoyar o precisar posturas de su marido.
Mujer inteligente y con amplia preparación universitaria, la señora Uriarte es directora de un instituto de la UNAM. Quedamos en que yo tengo mi propio cerebro, y que sé usarlo, dijo en una de las entrevistas más conocidas de Labastida, que fue con Adal Ramones. Allí, doña Tere narró también que ella había pedido en matrimonio a don Francisco.
Versiones imposibles de confirmar han llegado a esta columna, por ejemplo, en las que se citan presuntas palabras de la señora Uriarte en reuniones directivas universitarias y en actividades cotidianas de la campaña labastidista (y también del tiempo en que la pareja Labastida-Uriarte vivió en Sinaloa) en las que se mostraría una decisión política personal que va más allá de lo que corresponde a quien nada más es la esposa de un hombre que aspira a ser juzgado y apoyado principalmente por sus propuestas personales públicas, y sólo de manera secundaria por lo que corresponde a su vida personal privada.
Las esposas de los presidentes, y tal vez esa sea la enseñanza que doña María Es- ther deja en un momento muy oportuno, deben valer por lo que han sido y son cuando sus compañeros buscan o llegan al poder, e igualmente por lo que sigan haciendo cuando el ensueño presidencial termine. A menos que opten por hacer una carrera política personal, en la que el voto ciudadano les dé, a ellas (o a ellos, cuando nuestra vida pública evolucione más) el derecho pleno a opinar y decidir con base en un poder que les será entregado, también, de manera individual e intransferible.
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