Elba Esther Gordillo
Seattle: buscar una nueva cultura para un tiempo nuevo

De forma abrupta quizá, pero la democracia se impuso en la cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC), celebrada en Seattle. Y es que cuando se define el destino de todos, no se debe excluir a nadie.

Desde abajo, las protestas llegaron hasta arriba. Crearon un espacio donde no lo había. Si originalmente se trataba de definir una agenda comercial para el próximo siglo, una estrategia común y recíproca entre 129 países, la cumbre se convirtió en un foro plural más amplio sobre las prioridades de gran parte de la población mundial.

A gritos y empellones irrumpió la democracia, pero también la razón y la realidad: el comercio no es un asunto meramente económico. En el fondo, la liberación económica no sólo atañe al mercado, sino a la sociedad que lo conforma. En consecuencia, el comercio es, sobre todo, un asunto político, social, ecológico y, desde luego, eminentemente económico, sin omitir sus elementos culturales: las preferencias, los gustos, las necesidades e idiosincrasia de las sociedades.

Por tanto, antes que reducir aranceles entre naciones, habrá que reducir la distancia entre el bienestar y la pobreza. Antes que las barreras comerciales, habrá que derribar otras, acaso más importantes: las barreras erigidas por la desigualdad, el desempleo, el deterioro ecológico, la miseria. Antes que una nueva ronda de negociaciones comerciales, quizás habría que responder a las preguntas que hace días formulara Paul Kennedy: ``¿Puede la economía global generar suficiente crecimiento para absorber el diluvio de desempleados en busca de trabajo en los países en vías de desarrollo? ¿Puede la Tierra soportar el daño causado por este crecimiento?

Las cifras justifican las preguntas y las preocupaciones. Es cierto que en los últimos 45 años el valor de las exportaciones, a nivel mundial, se ha multiplicado hasta por cien veces, pero también lo es que en apenas 25 años el número de pobres en el mundo --de acuerdo con datos de la ONU-- se ha duplicado, y que de los 6 mil millones de personas que habitan el mundo, la mitad sobrevive con menos de cuatro dólares al día, y uno de cada dos de esos pobres no gana ni siquiera dos dólares diarios.

Como el desarrollo lo fue hace varias décadas, la liberación comercial no es un modelo que garantice a nadie ni el éxito ni la equidad distributiva. Su aplicación no es ni automática ni inmediata. Sus resultados dependen en gran medida de las condiciones sociales y económicas del país en que se aplique, de sus fortalezas y sus debilidades, esto es, la infraestructura económica, la calidad de sus productos, la capacidad de su mano de obra, el nivel de tecnología.

A diferencia de los países en desarrollo, para algunas naciones del Tercer Mundo la apertura comercial ha sido traumática: mayor dependencia externa, vulnerabilidad de su economía nacional, baja de salarios, deterioro ecológico, pobreza, descomposición social, etcétera.

Con todo, quizá la apertura económica ha cargado, de manera inapropiada --según lo veo--, con toda la responsabilidad. Si bien se mira, la dependencia externa y la vulnerabilidad de las economías nacionales --esa amenaza permanente compartida por todas las naciones--, acaso tienen su origen, no tanto en la liberación comercial, sino en la financiera. No puede pasar desapercibido que en los últimos años aumente más el valor de las transacciones financieras que el del intercambio comercial.

Quizá no sean los bienes y las mercan-cías, sino los capitales especulativos, los que alimentan la vulnerabilidad de nuestras economías. Como sea, comercio de mercancías o de capitales, el sistema económico mundial requiere de reformas que no conviertan las diferencias entre naciones, en desigualdades.

En suma, entre protestas y diferencias, la cumbre de Seattle demostró que, para que funcione y se respete, la agenda mundial debe tener un lugar reservado para las prioridades de la mayoría. Una nueva cultura para un tiempo nuevo. n

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