León Bendesky
Política del presupuesto

El presupuesto federal que se discute ahora en el Congreso expone de forma cada vez más evidente una de las más grandes debilidades del esquema de política económica que se aplica en el país durante los últimos 15 años. Esa debilidad corresponde a la situación fiscal del gobierno, lo que pone en entredicho dos expresiones socorridas referidas, una, a la salud de las finanzas públicas y, la otra, a la posibilidad de acabar con las crisis recurrentes.

Apenas una mirada a las cuentas públicas para el año 2000 revela la falacia de la salud fiscal que sostiene tercamente la Secretaría de Hacienda. Mantener un bajo déficit público no expresa nada más que el hecho de que ese indicador se establece como un objetivo al que deben ajustarse los ingresos y, especialmente, los gastos del gobierno. El déficit de 1 por ciento del producto establecido para el 2000, al igual que como ha ocurrido en años recientes, no es resultado de la fortaleza de la economía, de su más eficiente funcionamiento, o de la recuperación de los niveles de ingreso de la población.

Por el contrario, es un parámetro al que se ajusta no sólo la propia gestión hacendaria sino, también, la política monetaria y de crédito del banco central. Y mientras que para algunos sectores el reducido déficit público puede significar en el corto plazo un factor de confianza en el manejo estatal de la economía, no hace sino reproducir un elemento de fragilidad estructural. Y esta fragilidad es la que seguirá minando las posibilidades reales para establecer un patrón de crecimiento sostenido y con un cierto equilibrio financiero.

Este año, y según se prevé en el presupuesto, se alcanzarán las principales metas macroeconómicas, e incluso el crecimiento será superior al proyectado y la inflación será convenientemente menor a la anunciada. Y, como todos bien saben, el crecimiento de los precios es un dato que puede medirse con precisión milimétrica, por lo que es loable la expectativa de llegar a 12.9 por ciento este año frente al esperado 13 por ciento; después de todo, esa primera cifra es más elegante que 13.1 por ciento y, sobre todo, más precisa. No debe olvidarse que en otras épocas, como las del secretario Aspe, se erraba en la meta de inflación hasta en 100 por ciento y no había modo alguno de llamar siquiera a cuentas al funcionario. Hoy estamos, en cambio, en el momento de la precisión. Pero medidas aparte, el ajuste macroeconómico que gira en torno del déficit fiscal tiene un sustento endeble.

La misma presentación del Presupuesto Federal 2000 parte de la fuerte limitación derivada de los escasos ingresos del gobierno. Los provenientes de los impuestos rebasan apenas el equivalente a 10 por ciento del producto, nivel sumamente bajo que hace que las finanzas públicas recaigan en los precios de los bienes y servicios que provee el Estado, y que sigan dependiendo de los ingresos petroleros. La debilidad de los ingresos se relaciona con la mayor presión que ejerce el pago de los intereses sobre la deuda pública y los que produce el salvamento del sistema bancario. Así, el gasto programable, es decir, aquél que se asigna a diversos rubros, se reduce también y representa ahora alrededor de 15 por ciento del producto, que es el nivel más bajo que se registra desde 1980.

Entre tanto, el gasto no programable crece y la parte destinada al pago de intereses de la deuda es ya de casi 4 por ciento del PIB.

La meta que se fija de antemano para el déficit fiscal de 1 por ciento del PIB responde a estas restricciones. La práctica presupuestal que aplica Hacienda parte de la limitación de los ingresos y hace una gestión del gasto acomodada a esa condición, con lo cual reproduce año tras año la tensión fiscal y acrecienta la fragilidad financiera del Estado. Además, las cuentas públicas están hechas considerando la deuda del IPAB por el saneamiento bancario como contingente, o sea, de la que sólo se contabiliza presupuestalmente el pago anual de la parte real de los intereses que devengan las deudas que absorbió de las operaciones bancarias generadas por la crisis de 1995.

La deuda del IPAB equivale ahora a 16 por ciento del producto estimado para el próximo año. Si se convierte en deuda pública, como solicita el propio gobierno a la Cámara de Diputados por motivos financieros, hará de este gobierno uno de los que hayan generado mayor endeudamiento en el país. El Estado padece una crisis fiscal que consistentemente se esconde en la formulación del presupuesto y en la fijación de las metas de déficit. La política fiscal enfrenta grandes restricciones provenientes de las corrientes de los capitales externos y de las exigencias del ajuste agregado. Pero tiene, además, la presión de la inconsistencia interna, que provoca la insuficiencia de los ingresos públicos y las opciones de gasto que se han tomado en los últimos años. El próximo gobierno tendrá menor capacidad para seguir esta política y habrá de hacer un planteamiento de política en el que las finanzas públicas sean un pivote de la reforma económica y no un residuo. Es posible terminar este sexenio sin crisis; después de todo ya hubo uno, y de grandes proporciones, al inicio; pero no es factible pensar que esta situación fiscal sea sostenible en el próximo gobierno.