E s legal la precoz y fructífera jubilación del secretario Gurría. Y es casi seguro que éste también sea el caso de algunas jubilaciones concedidas en el sector financiero gubernamental a otros personajes de la vida pública. De acuerdo con la información disponible, esa prestación se ajusta, en efecto, a las normas y reglamentos de la banca de desarrollo. Salvo que se demuestre que su jubilación no se apega a derecho, tiene razón el funcionario al decretar que, para él, éste es un ``caso cerrado''. Desde el punto de vista político e institucional, sin embargo, no parece deseable cerrar este expediente.
El debate sobre la pensión del señor Gurría remite a un viejo problema de nuestro sistema político: el uso patrimonialista del poder. Los años de servicio prestados efectivamente en la agenda financiera que otorga la pensión, su monto y la relación de éste con la edad del jubilado son factores que, en este caso específico, marcan una diferencia abismal con los requisitos que debe cubrir y las prestaciones que recibe como pensión el resto de los empleados gubernamentales (del sector financiero o no) pasados a retiro. Este solo hecho merece una explicación y debe ser justificado por alguna autoridad responsable. ¿Quién estableció este doble estándar? ¿Cuál es su sustentación administrativa, actuarial e incluso política y ética? Todo lo declarado hasta ahora muestra que los reglamentos y las normas de la banca de desarrollo permitían otorgar estas pensiones tan jugosas y a la vez tan exclusivas, pero no explica por qué hay un trato tan asimétrico, tan diferenciado y en el límite, tan discriminatorio entre un puñado de pensionados de lujo y una gran masa de viejos que perciben una miseria después de más de treinta años de trabajo en el servicio público.
¿Quién estableció las reglas para jubilar tan ventajosamente a la alta burocracia? Todo mundo conoce la respuesta: las estableció la alta burocracia. Es éste un caso de figura que se ajusta de manera casi perfecta a la denominada ``sociología del dominio'' desarrollada por Max Weber cuando analiza el comportamiento de las ``burocracias patrimoniales fuertemente centralizadas''. En última instancia se trata de un problema relacionado con la distribución del poder y los mecanismos con que cuenta la sociedad para controlar, supervisar y pedir cuentas de su ejercicio. En México la alta burocracia financiera se distingue por su cohesión a la hora de defender y hacer valer sus intereses corporativos. Y hay que reconocer que, al menos en este terreno, ha dado muestras de una gran eficiencia. Su ubicación privilegiada en la estructura del poder le ha permitido gozar de un grado de autonomía que lejos de haber disminuido aumentó considerablemente con la llamada modernización económica emprendida desde los años ochenta. La más reciente historia financiera y bancaria del país muestra que la extensión de los grados de autonomía de este segmento de la burocracia tiene como contrapeso un debilitamiento de los ya de por sí escasos medios de la sociedad para contrarrestar ese poder y pedir cuentas.
La existencia de jubilaciones de lujo es quizá uno de los símbolos más elocuentes del fracaso de la llamada reforma del Estado. Es, de hecho, una contrarreforma que reproduce de manera inconsciente la ``economía de pensiones'' del ancien régime francés que analizó magistralmente Norbert Elias en su investigación sobre la sociedad cortesana. Es una clave para entender la renuencia de la clase política para comprometerse seriamente en una verdadera modernización de los ``usos y costumbres'' de la administración pública. Someter su actuación al escrutinio público y justificarla, son prácticas que no serán implantadas por la burocracia. Su observancia deberá ser impuesta desde fuera.