Ugo Pipitone
Venezuela, el camino peor
La Asamblea Constitucional electa en julio pasado acaba de terminar la elaboración de la nueva Constitución, que el 15 de diciembre será ratificada por medio de un referéndum. Y, obviamente, la polémica ha comenzado con tonos ásperos entre el presidente Chávez y una oposición que no tiene la fuerza política para enfrentar su voluntad y que carga el descrédito (justamente) acumulado a lo largo de cuatro décadas de malgobierno.
Hugo Chávez --cuyos recursos son por lo menos tan limitados como grande es su convicción de ser la reencarnación contemporánea de Bolívar-- acaba de acusar sus opositores de ser herederos de los realistas que hace casi dos siglos se opusieron a la independencia. Su facilidad para el lenguaje florido y la incontinencia verbal son hechos ya evidentes. Y aunque hasta ahora no haya habido una violación flagrante del marco jurídico de la nación, es este un signo preocupante para el futuro.
Declaraciones como las que se citarán a continuación son francamente preocupantes porque revelan una mente perturbada. Dos perlas. La primera: ''Vamos a atacar con todas las fuerzas. Soy un hombre de batalla. Hoy me pongo las botas de campaña y desenvaino el sable. El contraataque será masivo e intensivo''. La segunda: ''Estoy llamando al pueblo a que no se deje engañar y que vaya a aprobar la nueva Constitución nacional, y lo haré por todos los medios a mi alcance como presidente de Venezuela y como líder nacional''. Las metáforas de batallas, campañas y sables, es casi trivial señalar, son peligrosas en boca de un presidente constitucional. Pero cuando el susodicho llega a otorgarse el título vago de ''líder nacional'', el asunto se presenta con luces aún peores. Es el renacimiento del síndrome del padre-de-la-patria, el conductor de los destinos nacionales, que en estas partes del mundo siempre ha dejado detrás de sí ruinas sociales y retrocesos dramáticos de cultura política.
Pero el asunto está peor de lo que podría indicar la retórica de un presidente que obviamente no es Marat ni, mucho menos, Demóstenes. La nueva Constitución establece un periodo presidencial de seis años con una reelección consecutiva. Así que, a menos que haya turbulencias imprevistas, los venezolanos tendrán a Chávez hasta el 2012. Y esto significa comenzar de la peor manera posible. O sea: ofrecer un liderazgo casi sin límites a un país que necesita otra cosa. ƑCuál? La que necesitan todos los países en desarrollo cuyas instituciones son tragedias retóricas ambulantes: instituciones libres de personalismos y capaces de reconstruir estructuras públicas corruptas, de baja eficacia y casi nula credibilidad.
Creer que después de cuatro décadas de cohecho y venalidad públicos, los males acumulados puedan curarse con líderes providenciales equivale a no haber entendido nada, o muy poco, de las raíces profundas del subdesarrollo, que son por lo menos tan profundas en la política como en la economía. Incrustar en instituciones frágiles, liderazgos mesiánicos es lo mismo que echar aceite a la lumbre. Que no lo entienda Hugo Chávez es comprensible, que no lo entiendan millones de venezolanos es la mejor expresión de la pobreza de una cultura política construida a lo largo de siglos sobre caudillos, dictadores y demócratas corruptos.
No es fácil pedir conciencia histórica a una población en la que dos terceras partes viven con menos de dos dólares al día. Esto es lo peor de los líderes providenciales, que reproducen la miseria que alimenta la ignorancia que les permite perpetuarse en el poder. Y, por desgracia, no hay aquí ningún mecanismo de corrección automática que sea similar a los que tanto aman los economistas. La mala calidad de las instituciones alimenta la miseria, que alimenta la ignorancia, que alimenta la mala calidad de las instituciones. ƑDónde se rompe el círculo vicioso? Solamente en la política, o sea, en el terreno de la voluntad colectiva. Pero cuando esta voluntad está enferma de hambre de líderes providenciales, la historia se vuelve cuento de nunca acabar. Desesperanza e incultura política crean el ambiente en que cualquier sargento mayor se siente Napoleón. Y ahí parecería encontrarse la Venezuela actual. Un país que, a la luz de su crisis, tal vez, habría podido cimentar un gran acuerdo entre fuerzas políticas, sociales y económicas para rediseñar sus instituciones y reemprender su camino de desarrollo. En cambio, prefirió el endiosamiento de un pobre cristo que cree que la retórica es un argumento y que podría estar lastrando el futuro de desastres.